"Lo que me gusta es escribir y cuando termino es como cuando uno se va dejando resbalar de lado después del goce, viene el sueño y al otro día ya hay otras cosas que te golpean en la ventana, escribir es eso, abrirles los postigos y que entren”.
Julio Cortázar
Había esperado durante mucho tiempo que llegara aquel momento, ese instante preciso en el que definitivamente pudiera poner fin a su primera novela. No era un neófito en el tema y tal vez por ello, en esa ocasión, había sentido ese largo e interminable trayecto de una forma muy distinta. La obra había ido surgiendo, poco a poco y desde hacía ya muchos meses, con el ánimo bien dispuesto a volar lejos y con vocación viajera. No es que las anteriores a ésta se hubieran mostrado tímidas en sus propósitos, tampoco que carecieran del anhelo necesario para pretenderse en manos de avezados lectores; se trataba más bien de un pálpito, un latir inédito en su persona y que se impuso con inusitada fuerza desde que comenzara a narrar las primeras páginas. Por alguna razón que ignoraba, se sabía preparado para iniciar una aventura de carácter muy diferente a las que hasta entonces había emprendido.
A decir verdad, sus dos primeros libros habían tenido una excelente acogida y precisamente por parte de ese tipo de personas de las que uno jamás se atrevería a anticipar el aplauso. A fuerza de ceñirse a la realidad y dejando a un lado toda vanidad, podía afirmar sin ningún rubor que ambos títulos habían suscitado un notable interés en ciertos círculos hasta entonces vetados a un autor desconocido. Este hecho le granjeó, en corto espacio de tiempo, una reputación de escritor orlado de cierta solidez intelectual y a la vez dotado de voz propia, algo sin duda difícil de alcanzar en un mundo que cada vez más tiende a uniformar mecanismos y fórmulas de expresión que sean rentables. No es que ni una ni otra obra se hubiera convertido, de la noche a la mañana, en un hecho literario sin precedentes, nada más lejos de la realidad. Tampoco lograron dar una vuelta de tuerca al panorama literario del país, ni habían sido, desde luego, un gran éxito de ventas. Nadie perdió su tiempo esperando turno con el único fin de adquirir un ejemplar y aun a pesar de ello, el apoyo del que seguían gozando desde su publicación, había sobrepasado y con creces su propia capacidad de imaginar para sus libros un buen destino.
Ernesto Plasencia era un hombre inteligente y moderado en sus expectativas. Era un idealista y pese de ello consciente de las dificultades a las que habría de hacer frente en una carrera que había iniciado pocos años atrás. Ser escritor iba casi siempre acompañado del recelo de propios y ajenos, de incertidumbre y miradas escépticas, de ese impertinente tono de suficiencia en quienes auguran que no llegarás muy lejos. Pero ahí estaba él, incorporando satisfecho esa noche ese punto final que cerraba una historia, que de alguna forma parecía -vista en retrospectiva- haberse escrito a sí misma. Debía reconocerlo, esta vez había sido infinitamente más sencillo. Y ello a pesar de largas e interminables madrugadas que parecían destinadas a no dar nunca paso al alba y de demasiadas noches en las que, sin poder conciliar el sueño, trataba de retener ese pequeño detalle de importancia que se había aventurado a planear sobre su cama en plena duermevela.
Y al fin, después de muchas relecturas y de muchas correcciones, aquella jornada se dijo que había llegado el momento de concluir, de una vez por todas, aquel capítulo de su vida y regresar al mundo. Dio un vistazo rápido a los dos últimos párrafos, sonrió satisfecho y guardó el archivo en el disco duro externo para no correr riesgos innecesarios. La inexperiencia le había jugado malas pasadas y ya no tentaba a la suerte. Cerró su portátil con el cansancio dibujado en el rostro y esas profundas ojeras que delatan la falta de sueño. Ordenó apresurado su escritorio. Acabó de beber de un largo trago una infusión que había quedado olvidada en una esquina de la mesa, antes de descubrir que tenía un sabor poco agradable. Cepilló después con parsimonia sus dientes en el baño y se dispuso a dormir con esa satisfacción que otorga el trabajo que se sabe bien hecho.
Ernesto no hacía grandes planes ni era dado a construir castillos en el aire. Amaba la literatura. La amó desde siempre y desde lo más profundo. Para él nunca supuso una antesala que condujera a un fin concreto. No fantaseaba ni alardeaba de ello. Si acaso se toleraba de tanto en tanto, algún que otro juego de vanidad que le permitiera reír y con ganas hasta de su propia estampa. Aspiraba a escribir algún día una buena obra de la que sentirse a gusto y en paz. Poseía una inquebrantable confianza en su capacidad para contar historias y una fe que se dejaba guiar por la intuición y por las ganas. Ese tipo de fe que arriesga sin medir consecuencias y a la que le esperaba un largo peregrinar en los próximos meses.
Tras mucho pensarlo, y después de largos y serios debates consigo mismo y con un par de buenos amigos también dedicados a las letras, había decidido probar suerte con su novela fuera del país. Armado de entusiasmo y de paciencia infinita se fue informando acerca de todas aquellas cuestiones que tenían que ver con el mundo editorial. Preparó cuidadoso una hoja de ruta señalando los puntos estratégicos desde dónde partir. Poseía una confianza infinita en su obra. Sabía que el sendero a recorrer sería intrincado y plagado de señales equivocas, pero decidió arriesgarse y no desesperar en el intento. Contaba con el referente de muchos otros que antes que él lo habían intentado, incluso grandes autores a quienes la suerte parecía haber esquivado más de una vez la cara. La lista era inacabable. Hombres y mujeres, cuyas obras un día habrían de alcanzar el Olimpo, no sin antes ser una y mil veces ignorados y arrojadas sus páginas a la papelera por inservibles. Sabía que su novela no correría una suerte mejor. No la esperaba tampoco. No era un iluso.
Las últimas semanas, cuando se daba un respiro entre una y otra relectura del manuscrito, había llegado a una conclusión que lograba reconfortarle. Se trataba de una especie de certeza, más bien una esperanza pese a la dificultad de la tarea que tenía por delante. Creía y lo hacía firmemente, que en algún lugar debía estar escrito y ratificado en contundente sentencia, que a todo buen libro le espera siempre un buen lector para darlo a conocer al mundo. Ha de haber en ese encuentro algún elemento mágico pensaba y al hacerlo evocaba a Joyce y sus múltiples vicisitudes hasta lograr que su “Ulises” viera al fin la luz. Era sensato y modesto, sabía que no tenía una obra así entre manos, no era tan petulante y sin embargo en su interior presentía que, tarde o temprano, ocurriría ese encuentro feliz y afortunado.
No fue fácil, lo puedo confesar ahora que él no me escucha. El camino fue largo y a veces desesperante. Las propuestas diversas. Muchas de ellas tan frustrantes que hubieran hecho dudar al más aguerrido soñador. Es difícil el proceso de gestar una novela. Lo sé. He sido testigo en demasiadas ocasiones de esa lucha, a veces enconada, por doblegar una ficción que escapaba a su propio control. Otras, cuando le observaba a hurtadillas golpear el teclado y le sentía inmerso en esa historia que crecía día a día ante mis ojos, podía palpar esa serenidad que le invadía encerrado en un universo que sabía por completo al margen de mi propia existencia. Regresaba de aquellas batallas con ojos victoriosos y el ánimo exultante de quien ondea bandera blanca tras pactar una paz duradera. Logró sumergirme en su proceso. Escuché ensimismada algunos pasajes, mientras él esperaba por mí parte un veredicto franco que lograra ahuyentar de sí toda duda. Le vi ilusionado, obsesionado en una idea, encallado en un detalle nimio del que partía para conducir el timón con firmeza a un nuevo horizonte. Y vi la desesperanza en sus ojos. También eso vi. Y esa demora en recibir señales tan callada y silenciosa que a veces perdimos todo aliento. Le pude contemplar desalentado, él que siempre había sido imbatible al desánimo; dudar de su talento y recobrarse siempre aferrado a aquella idea que un día sacó del fondo de su chistera. Y al final la magia obró su poder. El lector encontró la novela que estaba esperando, abrió sus páginas, las recorrió con avidez y decidió que el mundo debía disfrutarlas. Ernesto llevaba razón. Y ahora le veo ahí sentado, tranquilo y sonriente ante esa larga fila que rodea este viejo edificio para perderse en el parque. Aún no hemos hablado después de la presentación de su libro pero le siento exultante y satisfecho firmando cada uno de ellos y anhelando, al mismo tiempo, comenzar a escribir una nueva historia.