Descartes, como heredero del dualismo griego, dividió las cosas que existen entre las que pueden pensar y las que son pensadas. En su escueta definición de “lo que soy ciertamente”, dada en la segunda de las Meditaciones Metafísicas, nos declara abiertamente que:
“…soy, por lo tanto, en definitiva, una cosa que piensa, esto es, una mente, un alma, un intelecto, o una razón, vocablos de un significado que antes me era desconocido. Soy en consecuencia, una cosa cierta, y a ciencia cierta existente. Pero ¿qué soy? Ya lo he dicho, una cosa que piensa”.
Sobre esta evidencia el padre de la filosofía moderna eleva la subjetividad al rango de fundamentación última de toda verdad. La verdad producida por la razón humana y sobre la cual he sometido el raciocinio humano y despejado toda duda “razonable”, se erige como conocimiento verdadero. Ya no importa la verdad observada y demostrada a partir de hechos del mundo, sino la verdad razonada sin influencias precisamente de estos hechos del mundo. Con ello se restringe al rango de mera “ficción” o error lo que proviene de los sentidos, dado su carácter mutable y confuso.
La verdad clara y precisa se construye en desconexión con el mundo, con lo que aparece a los sentidos. Pero hay un doble problema para este modo de ampliación del dualismo gnoseológico griego al rango de una verdad metafísica, fundante de toda verdad despegada del mundo sensible. La “cosa” (res) que piensa (cogitan) es ante todo eso, una cosa que está ahí como lo están las demás cosas que pueblan lo que llamamos mundo; esto es: una cosa que aparece frente a los ojos de los demás y que es primeramente experienciada como “cosa”.
La verdad evidente no ha de ser “pienso, luego existo”; sino “soy un cuerpo, luego existo”. El cuerpo es la demarcación y constatación fáctica de la propia existencia. No existo sin cuerpo. Los fenómenos a los que atribuimos una “naturaleza” espiritual no son dables sin el cuerpo y los percibimos a través del cuerpo por atribución analógica de lo que percibimos a través de los sentidos. No es que tengo un cuerpo y en él se aprisiona una entidad sobrenatural de mayor dignidad que le otorga vida. Para nada. No tengo un cuerpo, sino que soy un cuerpo viviente cuya vida proviene de un complejo sistema de transformación de la materia.
Nietzsche decía, con cierto dejo de ironía anticartesiana: “Yo soy yo en y desde mi cuerpo: soy un cuerpo que dice “yo” …”. Decir “yo” es decir desde la presencia corporal “heme aquí” en este espacio-tiempo en que me apodero del lenguaje y comunico en primera persona. Pretender decir más es mera psicología, mera ilusión sustancialista.
Con el esfuerzo de nuestro cuerpo es que construimos el mundo. El mundo no es algo dado de forma sobrenatural, sino construcción que heredamos y forjamos con el esfuerzo de nuestras manos. Pero no como castigo, sino como producto de las fuerzas potenciales que encarnan nuestros cuerpos.
La metáfora cristiana que ve nuestro cuerpo como un “templo” tiene sentido en la medida en que es el producto de lo que edificamos. Los templos se construyen y destruyen, se agrietan (enferman) y se reparan (sanan). Los templos se planifican y es el lugar en donde habitamos lejos de los ojos de los demás. No es el lugar común en el que nos movemos y actuamos, sino lo que cobijamos y ocultamos de la intemperie. Tampoco es el espacio para la política y la libertad: los cuerpos niegan la política y la libertad descarnada.
El cuerpo es metáfora de unidad, sin que sea en sí mismo una unidad. Es el orden impuesto sin ser precisamente un orden. Es condena y es gloria.
El aparecer en el mundo no es posible sin el cuerpo, aunque no me reduzca a los contornos del cuerpo y de este aparecer. Cuidado: este no reducirse a los contornos de mi cuerpo y de mi aparecer no es trascendencia, sino facticidad de lo posible, apertura de sí en lo dado por otros que también tuvieron o tienen cuerpo. El conglomerado social es la diversidad integrada de los contornos comunes en el aparecer de los cuerpos.