El desnudo, sempiterno rasgo habitante del arte figurativo durante todas sus etapas, partió de la Grecia clásica desprovisto de asignación sexual alguna; arribó al Renacimiento para convertirse en ícono y mito; más tarde, con Moreau, Redon y Klimt, protagonizó las preocupaciones oníricas que sobre Tánatos y los sueños abrazara el Simbolismo; a manos de Chagall, Schiele y Modigliani se hizo reflejo intimista del autor durante el Expresionismo; y en la modernidad, se convirtió en objeto de estudio semiótico en el que identidad, la relación entre los géneros, y el diálogo observador-artista, le hicieron suyos.
Remontémonos al Durero de los albores del siglo XVI sumido en el apogeo renacentista y situemos al genial teutón en la Venecia obsesionada con la geometría, las matemáticas y las proporciones como instrumentos de ordenación y coherencia pictóricas. Es allí donde este visionario pintor se nutre del incipiente Clasicismo y madura sus concepciones sobre la figura humana que estudiaba a la perfección; lo hizo mientras gestaba una original simbiosis entre Italianismo y Germanismo que culminará en dos definitorios lienzos suyos completados en 1507: Adán, y Eva, los cuales, tras un largo periplo político, se exhibirán en el Prado madrileño desde 1833.
Ambos óleos ejemplifican aquella simbiosis gracias a su delicadísimo cromatismo, arquetípico del arte alemán de la época, y a la grandiosidad de sus figuras tamaño natural de evidente influencia italiana; no se trata de pinturas religiosas ni de símbolos de religiosidad sino de verdaderos estudios de la corporalidad revelada sin distracciones y despojada de iconografías bíblicas. De un Apolo y una Venus de la mítica Grecia, si se quiere. Imágenes redentoras de nuestros pecadores procreadores en las que según algunos “lo bueno es bello y a la vez, perfectamente medido y proporcionado”. Un rescate del hombre que desea, como revela la mirada y la boca de este Adán, y de la mujer, que decidida, camina sin resquemor como sugieren los ojos y piernas de esta Eva de Durero, según ha comentado la crítica.
En Occidente, históricamente las figuras de Adán y Eva acarrearon consigo el peso de su despertar a la desnudez, la exégesis revelada a través del mito bíblico del pecado original que signó la herencia teológica de la cristiandad. Fue posterior a aquella gran primera desobediencia (y su subsecuente asignación pecaminosa) que parecieron definirse las relaciones de poder entre Dios y los seres terrenales; entre el pecado y la culpa. Porque tras “descubrirse” desnudos, Adán y Eva se hacen conscientes de que sus cuerpos no estaban “vestidos”, hecho que refleja el despojo de la cobertura sobrenatural ―la gracia―, la indumentum gratiae que el Creador les había entregado ahora arrebatada por el pecado.
Dice Giorgio Agamben que una de las consecuencias resultantes del nexo que en nuestra cultura une naturaleza y gracia, desnudez y vestido, es el hecho de que la desnudez no constituya un estado sino un acontecimiento: “Como oscuro presupuesto de la adición de un vestido o repentino resultado de su sustracción (…), ésta pertenece al tiempo y a la historia, no al ser y a la forma”. La desnudez siempre será, pues, desnudamiento y puesta al desnudo, jamás forma o posesión estable; existirá en nosotros, mas no en sí misma. En el magistral ensayo Nudità, Agamben argumenta sobre la necesidad de remontarnos arqueológicamente al análisis de la disyuntiva desnudez (vestido)/naturaleza (gracia), no como entidad filosófica aleccionadora, sino como mecanismo facilitador de la comprensión del desnudamiento a fin de neutralizar el dispositivo que le produjo.
Con tal propósito, contrasta las posiciones de San Agustín frente a las aseveraciones de Pelagio, importante pensador desplazado de la tradición cristiana, quien en su De natura et gratia afirmó que “la gracia no es sino la naturaleza humana tal como Dios la creó, dotándole del libre albedrío”. El pecado de Adán, que es un pecado de la voluntad, indica, no significará entonces necesariamente la pérdida de la gracia. Por el contrario, si bien los hombres han pecado y continuarán haciéndolo, sigue siendo cierto que cualquiera también podría ―así como habría podido Adán en el Jardín del Edén―, no pecar.
Fue aquello a lo que, a todas luces, aspiró el movimiento nudista desde sus albores en la Alemania de inicios del siglo XX; a un ideal social que incluía la liberación de prejuicios y la cercanía armónica con la naturaleza en el cual el sexo no poseía simbolismo particular alguno. Espejo de lo natural opuesto a lo pornográfico, ese nudismo primigenio pretendió evocar la desnudez como vestido de gracia; al menos así ocurrió hasta entrada la madurez del siglo XX cuando tropieza con la cultura de la perfección física. A partir de aquí esta le amenazará bajo el escrutinio de los guardianes del cuerpo ideal; y no habrá, desde entonces, espacio alguno para pliegues o arrugas indiscretas en el nuevo desnudo prisionero del bisturí y la silicona.
Cabe preguntarse si la provocadora propuesta metafórica de la desnudez podría comprenderse con mayor profundidad si nos acercásemos al acto de desvestirse, a la acción de despojarnos de un algo: sean los ropajes, la máscara, o el objeto perturbador que nos muestre descubiertos ante los demás. Tal proceso, a nuestro modo de ver, no podrá consistir en otra cosa que en la dilución de los límites entre desnudo y vestido; de un sacudirse de la desnudez impuesta a fin de abrazar la gracia abandonada, dicho de otro modo.
Un siglo antes, Balzac había dicho que en tanto el atavío forme parte del hombre, este constituirá el texto de su existencia y su clave jeroglífica; el instrumento fundamental para su adaptación y distinción ante los otros. Camuflaje, en otras palabras. La semiótica pretendió después explicar aquello cuando quiso establecer que el objeto (la indumentaria) podría perder su funcionalidad para transformarse en signo, en signo y nada más. Es decir, en moda. Mas, desvestir el cuerpo implica un resoluto abandono no sólo de lo que se espera deba vestirnos ―la moda, una vez más―, sino también la sacudida del hábito (de la túnica, en el pleno significado de la acepción) que, impuesto sobre nuestra anatomía, hace tiempo se hizo dueño de la identidad del sujeto.
La indumentaria, no cabe duda, posibilita la diferenciación del individuo respecto a sus congéneres en tanto que representa el signo de su portador; la faz del sujeto que dice todo sobre él; pero también es gestora y sostén de un otro paralelo, reflejo y conformación de expectativas de índole estatutaria. De clase y rango, para ser más justos. Podría transformase incluso en estampa del impuesto reclamo colectivo de la moda; en ejemplo de figura sumisa, en el caso del uniforme; y en significante seductor, cuando del semidesnudo erótico se trate. En este último, la presencia (o ausencia) parcial de ropajes paradójicamente viste de deseo a la corporalidad hecha carne en su tránsito hacia la consumación del sueño sexual, sea este compartido o imaginado.
Desvestirse, pues, en suma, es despojar el cuerpo de todo lo ya dicho, de la (falsa) envoltura y del antifaz que cubre su rostro; prescindir de la careta que ha disfrazado al individuo ahogándole, a fin de alcanzar el verdadero ser oculto ante las miradas ajenas. Desvestir es también revestir, dotar de una nueva hechura lo que ha sido sacudido; abrazar la renovación que pondrá el cuerpo a disposición de su único propietario antes que sea muy tarde, como había advertido Pessoa: (…) creyeron que yo era el que no era,/ no los desmentí y me perdí/ cuando quise arrancarme la máscara la tenía pegada a la cara/ cuando la arranqué y me vi en el espejo estaba desfigurado.