Unos amigos míos venidos desde Europa, me contaron una pequeña historia sobre la hospitalidad y amabilidad con que los dominicanos solemos recibir a todos, ya sean nacionales o extranjeros, que les impactó por el resto de sus vidas. Y aunque se trata solo de un caso aislado, creo que puede considerarse como un ejemplo que refleja una buena parte de nuestra identidad personal.

Resulta que estos amigos llegados por vez primera al país decidieron dar un recorrido de un día por las principales cercanías costeras de la capital y conocer, dentro de lo posible, un poco más nuestra hermosa República. Para esos fines los seis amigos, tres parejas casadas, decidieron alquilar un vehículo tipo ¨Van¨ y como no conocían las rutas y además estaban aterrorizados a las pocas horas de ver el caótico tránsito de nuestras calles y avenidas, decidieron contratar un chófer profesional, pues querían regresar a sus países, en lo posible, sanos y salvos, sin algún brazo o pierna enyesada.

El conductor, me contaban, era el criollo prototipo, un indiecito delgado, simpático, muy desenvuelto, que manejaba de manera prudente -en esto no era prototipo- y se las sabía todas en eso de tomar atajos, evitar tapones y eludir hoyos o boquetes,.

Además se trataba de un persona muy amable que se deshacía por ofrecerles las mejores atenciones, enseñándoles los lugares más representativos por donde pasaban con toda honestidad profesional, sin dar ninguna muestra de querer abusar o aprovecharse de los visitantes.

El caso es que comenzaron el periplo bien de mañana para aprovechar el día y recorrieron un pedazo de nuestra impactante geografía, parando en un pueblecito, hablando con las personas, tomando fotos de paisajes, las casitas de campo, hatos ganaderos, admirando la vegetación tropical, y todo lo que suelen hacer los turistas que no solo se conforman con estar presos en un resort asándose como camarones en una barbacoa de mariscos, la mitad de tiempo boca arriba y la otra mitad boca abajo hasta quedar al rojo vivo, sazonándose con filtros solares que apestan a coco, zanahoria o vainilla.

Siguiendo la jornada, desayunaron con víveres, comieron pescado frito de puestos con señoras viejas desdentadas que espantaban moscas con una ramita, lo acompañaron con sus buenas rebanadas de batata, bebieron agua de coco con hielo y ron, se bajaron sus buenas frías. En resumen, lo pasaron como nunca se imaginaron recibiendo muchas sorpresas agradables e inesperadas gracias al conocimiento y temperamento jovial del conductor.

Al final del relato me dijeron con risas muy sanas ¿sabes dónde acabamos todos? Ante mi escepticismo, me dijeron que el chofer les invitó de manera espontánea a conocer su casa , su mujer, sus hijos, y el resto sus parientes, a lo que mis amigos accedieron de buena gana ante su insistencia y sinceridad, y además poder tener así la experiencia de conocer cómo era una familia dominicana.

Al llegar a su humilde domicilio en un barrios muy popular, de inmediato después de tomar el obligado café de bienvenida, el chófer montó una fiesta de baile merenguero con música bien alta, a lo puro dominicano, más ron, frías van y frías vienen, y por si fuera poco, un tremendo sancocho con arroz les esperaba como cena.

Ni que decir tiene que los seis visitantes lo pasaron en grande y quedaron tan positivamente impresionados que, a al regreso a su país, fueron contando maravillas y maravillados sobre la hospitalidad dominicana entre sus amistades, en el trabajo y con todos con quienes se encontraban.

Pero lo mejor del caso viene ahora, mis amigos al final quisieron pagarle un extra por los gastos incurridos, a lo que el chófer se negó rotundamente, en su hogar ellos eran sus invitados y punto. Posiblemente habría gastado el doble de lo que recibiría por sus servicios.

Al despedirse con los típicos besos, abrazos, y con los dichos sinceros de esta es su casa, vuelvan cuando quieran, aquí estamos para servirles, uno de los visitantes dejó sin que le vieran y con la mayor satisfacción del mundo, un par de billetes de a mil encima de una mesita como sincero agradecimiento.

Cada vez que vuelven, y ya van varias, me hacen el cuento con la admiración y alegría como la primera vez. Es un cuento solo, pero suficiente para entender y expresar la parte amable de nuestra personalidad y de los réditos que pueden obtenerse por ser como somos, nosotros mismos, auténticos y sin dobleces.

Y tal vez debería ser el espíritu guía para construir nuestra nunca acabada Marca País.