De repente el tema inmigratorio desapareció brevemente de las primeras planas de los periódicos y se produjo lo que algunos habían deseado o temido por más de medio siglo, sobre todo casi dos millones de cubanos y cubanoamericanos.
Una noticia sorprendió a la prensa y especialmente a los habitantes de La Habana y Miami. Casi al terminar el 2014, el 17 de diciembre, los jefes de Gobierno de Cuba y Estados Unidos anunciaron la reanudación de relaciones entre La Habana y Washington. Los días finales del 2014 parecían destinados a hacernos recordar y reflexionar. No era tanto el fin de un diferendo diplomático, sino el anticipo de muchas cosas destinadas a terminar. Como en el estribillo de la canción de Héctor Lavoe: “Todo tiene su final, nada dura para siempre…”
La muerte o la ancianidad habían hecho desaparecer los protagonistas fundamentales del largo proceso de enfrentamiento entre Estados Unidos y Cuba. Por citar algunos nombres, en las pantallas no aparecían las imágenes de John Kennedy o Nikita Khruschev. Ni siquiera la del personaje más famoso de la política latinoamericana, Fidel Castro. Los tres grandes líderes de la mayor crisis de la Guerra Fría, la de Octubre de 1962, brillaban por su ausencia. Los que aparecían en la pantalla eran el general Raúl Castro y el presidente Barack Obama. El otro personaje era Francisco, el primer papa latinoamericano.
Los protagonistas más visibles eran Obama y Castro, pero la condición de gran arquitecto pertenecía al papa Francisco. Entre los asesores de este último se encontraba, lógicamente, el cardenal arzobispo de La Habana Jaime Ortega. Se trataba del resultado de reuniones realizadas en Ottawa, la capital canadiense, pero las raíces del acuerdo venían de lejos, en el tiempo y el espacio.
En 1961 cursaba yo el bachillerato en el interior de Cuba cuando la administración del presidente Dwight Eisenhower proclamaba la ruptura de relaciones diplomáticas con la mayor de las Antillas. Era la mañana del 3 de enero. La noticia la escuché por “La Voz de los Estados Unidos de América” y la leí en el diario del Partido Socialista Popular, “Noticias de Hoy”, que había sobrevivido el cierre de los viejos diarios cubanos. Desde el año anterior se había iniciado una especie de embargo comercial que luego tomaría forma definitiva durante la administración de Kennedy.
Entre los últimos días del gobierno de Fulgencio Batista, diciembre de 1958, y los finales del año 2014 han transcurrido 56 años y la ruptura de relaciones diplomáticas ha durado, increíblemente, 53 años. A esos datos deben añadirse otros que forman parte de vivencias y recuerdos de millones de cubanos y cubanoamericanos.
La salida masiva de cubanos se incrementó después de la fallida invasión de Playa Girón o Bahía de Cochinos en 1961 y disminuyó como consecuencia de la crisis de los misiles en 1962, para después intensificarse con los “vuelos de la libertad” entre 1965 y 1973, la Ley de Ajuste Cubano de 1966, el inicio de la liberación de miles de presos políticos en 1979, el éxodo del Mariel en 1980, la “crisis de los balseros” de 1994. Las salidas no han terminado.
Todo eso, además de los cambios políticos, económicos y sociales ocurridos desde 1959; las reformas Agraria y Urbana, la alfabetización masiva, la participación cubana en guerras africanas y una larga lista. Sin olvidar la resistencia de un enorme sector que terminó en el paredón de fusilamiento, la cárcel o el exilio.
Con el tiempo y los cambios internacionales, tales como la desaparición de la URSS y el campo socialista, cesaron o se atenuaron algunas de las viejas medidas, aunque no se renunció a la represión de la disidencia y se mantuvo el sistema de partido único. Por otra parte, se abrieron algunos nuevos espacios, sobre todo en la economía y en las relaciones con la Iglesia Católica y las confesiones protestantes, en un país en el que prevalece numéricamente una religiosidad sincrética no institucional y el agnosticismo.
No debe minimizarse el hecho de que la reanudación de relaciones diplomáticas no significa el fin inmediato del embargo, pero las condiciones objetivas y subjetivas indican que se trata de sus días finales; como también del ocaso político y biológico de los dirigentes históricos de la revolución, y del exilio cubano. El futuro estará en manos de una nueva generación.
Independientemente de la posición futura del régimen de La Habana y de los cambios políticos estadounidenses, la opinión pública mayoritaria en Cuba y Norteamérica, en parte del exilio y en la nueva emigración cubana no favorece necesariamente revivir continuamente una vieja historia, con sus luces y sombras.
Con la nueva política, sujeta a acontecimientos impredecibles, se abre un nuevo período, incierto pero real. Hasta qué punto la reanudación de relaciones incrementará la influencia política de Estados Unidos en la Isla es difícil de determinar. La cultura cubana sigue siendo una combinación de elementos antillanos, españoles, africanos y norteamericanos. La economía depende en forma determinante de la remesa y viajes de los exiliados y emigrados. La imagen proyectada por Barack y Castro anunciando al mismo tiempo la reanudación de relaciones no es precisamente la mejor noticia para los elementos más radicales en América Latina. De la revolución a la negociación se recorre un largo camino que no es precisamente el de la “revolución permanente”.
Dejando a otros las conclusiones, si es posible llegar a ellas, finalizo con la más vieja de las realidades humanas, una que se aplica a todos los sistemas e ideologías: “Todo tiene su final, nada dura para siempre…”