Cuando hace unos días la bloguera cubana Yoani Sánchez definió a Cuba como “un país de susurros” pensé en el libro del historiador británico Orlando Figes, The Whisperers: Private Life in Stalin’s Russia (2007), traducido en castellano como Los que susurran (2009). El investigador del Birkbeck College nos describe la represión psicológica estalinista, que acompañaba, como la invisible radioactividad, el infierno del Gulag y las ejecuciones en masa. Son casi mil páginas hilvanadas a partir del testimonio oral de cientos de supervivientes de aquellos años aciagos de la historia rusa. Años marcados a fuego por la figura del susurrante: tanto el que susurra por temor a ser oído como, en su cara opuesta, el que lo hace para delatar a los demás ante las autoridades.
Es conocido el interminable reguero de cadáveres que sembró el totalitarismo comunista a lo largo y ancho del mundo. La antigua U.R.S.S., China, Corea del Norte, Vietnam, Camboya, Laos, Afganistán, Cuba… El terror comunista no fue patrimonio exclusivo de Stalin, sino que se propagó a todos los países que empuñaron la hoz y el martillo, como si compitiesen entre ellos por los primeros puestos en el ranking mundial del exterminio. Le Livre noir du communisme (1997), coordinado por Stéphane Courtois (director de investigación del prestigioso CNRS), cifra la pesadilla comunista en casi cien millones de asesinados. Podrá discutirse el monto total de cadáveres, pero nadie duda hoy de la apoteosis macabra que significó el Gulag soviético, el Laogai de la China maoísta o las matanzas de los Jemeres Rojos en Camboya.
Menos conocido, sin embargo, es el terror psicológico que impusieron a su población los diversos regímenes comunistas. Una tupida red de espías, micrófonos ocultos y delaciones anónimas con las que amordazar la libertad de expresión de los ciudadanos. En la Alemania del Este se calcula que uno de cada diez habitantes colaboraba con la policía secreta (Stasi). De ello habla la oscarizada película alemana La vida de los otros (2006), que aborda con brillantez la vigilancia comunista que escudriñaba todas las esferas de la vida. Si Paul Ricœur situó a Marx entre los “maestros de la sospecha”, no es extraño que su hijo político se caracterizara por la sospecha indiscriminada hacia todos los ciudadanos. Un recelo que nacía del Estado y se extendía a la Administración pública y la vida social: incluyendo la familia y las relaciones conyugales.
Todavía uno siente el miedo en los rostros de los ancianos, al caminar por las calles de la antigua Unión Soviética. Ese temor callado, que cala hasta la médula del alma. Esa desconfianza insomne, esa constricción al silencio, para evitar represalias. En Cuba, todavía hoy muchos evitan pronunciar el nombre de Fidel, al que se alude con el gesto de palparse la barba. Saben que, entre sus conocidos, puede haber delatores. Que las paredes oyen, los teléfonos están intervenidos e internet sometido a censura estatal (gracias, en parte, a la tecnología facilitada por la China comunista). Hasta hace poco tiempo se impedía viajar a los cubanos al extranjero, ¿pues quién podría controlar entonces las palabras del viajante, acaso poco agradecidas con la dictadura castrista? Y, como afirma Yoani Sánchez en su blog Generación Y (que recibe más de catorce millones de visitas mensuales), todavía se respira el miedo: “La gente calla, simula, asiente, finge”. Un pavor que trata de apresar las conciencias como una telaraña, hasta la inanición y la muerte del espíritu. Un cepo a la libertad que, pese a todo, será al fin quebrado, como fue demolido el muro de Berlín.