Desde chico escuchaba la máxima Cuba y Puerto Rico son, de un mismo pájaro las dos alas y pensaba ¿pues entonces qué son Dominicana y Haití de ese pájaro? La respuesta, a veces jocosa, triste otras veces, ha ido cambiando con los años. Como dominicano presté siempre mucho interés a la condición de mis islas vecinas, sobre todo en cuanto a sus relaciones con los Estados Unidos. Durante mi adolescencia y un poco después, me uní a las voces que admiraban a Cuba como baluarte de la resistencia y a galillo pelado repetí los versos de la trova, me enamoré al tenor de las guitarras de Pablo y Silvio y llené mi habitación con afiches y máximas de Fidel y la Revolución. Al mismo tiempo, en un conflicto imposible de resolver, viajaba a Puerto Rico una o dos veces al año y regresaba a mi mediaisla con maletas repletas de los disparates que había adquirido en las rebajas de los increíbles centros comerciales de la Isla del Encanto.
Sin ánimos de resumir la historia, puedo decir que la década de los 90 -comenzando por el denominado Período especial y concluyendo con el caso Elián González – fue una revelación que me hizo dejar atrás el romanticismo asociado al espíritu revolucionario y me forzó a entender las otras caras de la moneda. El primer mundo era injusto por mantener a Cuba aislada con un embargo, pero ¿qué tan justo era el sistema que limitaba la difusión de la literatura de Reinaldo Arenas y otros tantos? Me resultaba contradictorio ver a la gente a mi alrededor gritar vivas a la revolución desde un último modelo europeo mientras en el lugar de la verdad el pueblo vivía en condiciones inhumanas. Este tiempo es también el de las protestas por los bombardeos en Vieques, que en cierto sentido avivaron las discusiones sobre el estatus de Puerto Rico como Estado Libre Asociado. Era imposible no comparar ambos casos, el de una Cuba libre y precaria, contra Borinquen supuestamente dotado pero preso de una contradicción histórica y política.
Siempre he manifestado que el caribeño viaja poco por placer. Aunque visité con frecuencia varias islas del archipiélago, se me hubiese hecho más fácil ir a Escandinavia que a Cuba, por miles de motivos. El misterio que impide a los isleños visitarse y leerse con más frecuencia es meritorio de otro artículo, así que por ahora debo admitir que aquel romanticismo revolucionario nunca ha muerto del todo, ya que un deseo común entre la gente de mi generación –voy a cumplir cuarenta años- era visitar Cuba antes de la partida de los Castro o mientras el embargo estuviese vigente. Cumplí mi deseo en el 2009, gracias a una beca para asistir a la Escuela de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. Guardo de aquel viaje el calor y la hospitalidad de los cubanos. Caminé por la Habana vieja siguiendo un mapa sentimental y secreto, creado por mí mismo a partir de mis lecturas de Lezama Lima, Luisa Campuzano y Pedro Juan Gutiérrez. Agradezco a este viaje también la sensación de un circuito antillano que en mí se cierra y expande, y digo se expande porque planeo regresar en febrero del año próximo para las actividades de la Feria del Libro de La Habana, gracias al Premio Alba de Narrativa. Escribo estas líneas desde Chicago, en donde la primavera llega con escarcha luego de varios meses bajo cero… el bajo cero que entre otras cosas, gobierna los demonios de mi vida. Desde esta primavera coja escucho a Obama proponer algo que honestamente no creí vivir para contar o creer. Escribo soñando con que esta suerte de apertura, pesadilla para algunos y alegría para muchos, sea el génesis de otra serie de conversaciones que afecten el mismo archipiélago, como el limbo boricua o la frontera Haití-RD.