Salamanca, 1936. En plena guerra civil española. Miguel de Unamuno preside en la Universidad de Salamanca un acto organizado por el bando golpista que algunas semanas antes se ha arrogado el adjetivo de “nacionalista”.  Unamuno es rector de la Universidad. En razón de su apoyo al golpe de estado, el gobierno legítimo de Manuel Azaña lo destituye pero Franco lo confirma de nuevo en tal posición: Salamanca está en la parte dominada por el campo fascista.

Unamuno, sin embargo, se ha dado cuenta de que apoyar a Franco ha sido un error. Muchos de sus amigos han sido encarcelados o fusilados por el simple pecado de disentir de los golpistas. Recibe montones de cartas en las que se le pide – inútilmente – que interceda para salvar la vida de los que van a fusilar.

Mientras los cuatro oradores arengan a favor del fascismo y en contra de Cataluña y el País Vasco (porque apoyan el gobierno legítimo), Unamuno toma notas. Mientras el auditorio enardecido responde con el eslogan de los fascistas «¡España!¡ Una!¡ Grande!¡ Libre!» y cientos de brazos derechos se levantan, a la usanza de los seguidores de Hitler y Mussolini, Unamuno guarda silencio.

Unamuno no tiene intención de hablar, pero ante las barbaridades que ha visto y ha oido, se para y dice: “Me conocéis bien, y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. A veces, quedarse callado equivale a mentir, porque el silencio puede ser interpretado como aprobación”. Y empieza a desmontar, racionalmente, punto por punto, todas las falacias de los fascistas.

El general José Millán-Astray (enemigo de dos décadas de Unamuno), lo interrumpe, comparando a Cataluña y el País Vasco a dos cánceres en el cuerpo de la España, cánceres que el fascismo, remedio de España, extirpará de sus carnes sanas. Su pasión es tal que no puede seguir hablando.

Unamuno  mantiene su calma. Contesta que el general Millán-Astray (que ha perdido un brazo y un ojo en la guerra contra los marroquíes) es un inválido de guerra, al igual que lo fue Cervantes. Pero que carece de la grandeza espiritual de Cervantes. Que lo que quiere es que en España haya muchísimos más mutilados. Que lo que quiere es mutilar a España.

«¡Muera la intelectualidad traidora! ¡Viva la muerte!», exclama Millán-Astray cada vez más irritado.

Unamuno concluye sin levantar la voz: “Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho”.

El público cubre de improperios a Unamuno. Hay algunos que hasta han desenfundado sus pistolas. Carmen Polo de Franco, la mujer del mismísimo General Franco, lo salva de la furia de la multitud, agarrándole por su brazo y acompañándolo hasta su casa.

Horas más tarde Unamuno es destituido, nueva vez, como rector de la universidad. Franco firma el decreto. Solo en 2011, setenta y cinco años después, fue repuesto, póstumamente. Durante los tres meses que le restan de vida, será confinado a prisión domiciliaria.

Esta actuación de Unamuno contiene, me parece, cuatro lecciones para intelectuales:

Un intelectual debe ser honesto consigo y con los demás, admitir cuando se equivoca y actuar consecuentemente.

Un intelectual debe defender sus posiciones con su vida, su salud, su libertad. Y debe defenderlas aunque sepa de antemano que no sobrevivirán a la fuerza bruta de sus contradictores.

Un intelectual debe actuar racionalmente y no dejarse llevar por la pasión.

Un intelectual debe ser suficientemente valiente como para defender sus ideas frente a sus contradictores (y no de lejitos, a través de los periódicos, como pasa en Quisqueya).

Agregaría, para concluir, que este episodio contiene una lección general: Hay que desconfiar de quienes se definen como nacionalistas.