Prueba de que nuestra sociedad está podrida es la celebridad y la influencia de que disfrutan ciertos chantajistas que se hacen llamar periodistas. A diferencia de los periodistas dignos de ese nombre, los chantajistas han “triunfado”: se han hecho en algunos años de fortunas con las que jamás soñarían periodistas que han pasado décadas limitándose a defender la verdad; esquían en Aspen y en Courchevel; beben Chateau Margaux y Vega Sicilia; se codean con los dueños del poder en sus despachos y en las más lujosas torres de la Capital. El “triunfo” de los chantajistas es el triunfo del vicio sobre la virtud.

Los periodistas de verdad dicen verdades que molestan. Tienen convicciones y trayectorias coherentes. Y a pesar de que, como todo el mundo, tienen preferencias e ideologías, en sus trabajos prima la objetividad.

Los chantajistas amenazan con decir la verdad para que les compren generosamente sus silencios. O se limitan simplemente a vociferar mentiras que molestan. Cambian de posiciones como quien cambia de camisas. Por plata, atacan hoy al que defendieron ayer y defienden hoy al que atacarán mañana. Sus trayectorias son tan retorcidas como sus conciencias. Los chantajistas se burlan de la objetividad en sus narices. Venden sus opiniones como lingotes de verdad pura y lamentablemente hay incautos que se las compran.

Para los chantajistas, el dinero es “el único dios verdadero”. Por dinero, los chantajistas muerden la mano que les da de comer. Por dinero, los chantajistas insultarían públicamente hasta a sus madres. Los chantajistas no son más que mercenarios. Y ya lo dice Maquiavelo, el poder de los príncipes que basan su poder en mercenarios tiene sus días contados. Los mercenarios son aliados hoy y adversarios mañana: Noriega, Sadam, Bin Laden fueron para los americanos ángeles antes que diablos.

Hay quien dice que el caso de los chantajistas que ahora se rasgan las vestiduras porque están siendo investigados por el escándalo de Odebrecht nada tiene que ver con la Justicia. De sobras es sabido que el combate de la corrupción no ocupa ni el ultimo puesto en la lista de objetivos del presidente y de su procurador. Y aunque sea muy probable que el par de mercenarios se hayan beneficiado en el reparto de los sobornos, la raíz de tal “investigación” no es su culpabilidad sino su traición; hay quien dice que no es sino una advertencia del presidente a los megáfonos que, dicen, estaban coqueteando con la idea de pasarse al campo de su archienemigo, de su némesis el Príncipe. Por plata, dicen (determinar si estos alegatos son  ciertos: he aquí una excelente tarea para periodistas serios).

La corrupción es el caldo de cultivo de los chantajistas. Si los políticos y los empresarios no tuviesen colas que les pisaran, los chantajistas se extinguirían: no podrían recibir fortunas para que no airearan sus trapos sucios.

La ironía de los corruptores es que terminan siendo prisioneros de los corruptos. Sin corruptos, los corruptores no tendrían ningún poder. Esta realidad explica lo que es en apariencia inexplicable: el que un “periodista” amenace pública, afrentosa y descaradamente, a un presidente. Y el que el presidente no diga ni “esta boca es mía”.

Una nación en la que los periodistas hacen temblar a los presidentes es una nación sana. Una nación en la que los chantajistas hacen temblar a los presidentes es una nación moribunda.