“En este mundo todo tiene su hora; hay un momento para todo cuanto ocurre”. (Eclesiastés 3:1).
Atendiendo al dicho del predicador en el libro de Eclesiastés, debemos tomar el tiempo de la Cuaresma para hacer introspección de nuestras almas, examinar la conciencia, ordenar la mente, escudriñar las acciones del pasado y tomar decisiones de normativas de la conducta del presente y compromiso de ir hacia delante cimentando lo bueno y purificando las virtudes.
La Cuaresma es un lapso de tiempo en que los cristianos se dedican a la observancia de retiros, ejercicios espirituales, ayuno y oración, emulando en algo el tiempo de Jesús en el desierto de las tentaciones.
La estación litúrgica de la Cuaresma comienza el Miércoles de Ceniza y termina el jueves de la Semana Santa y es tiempo propicio para ponderar sobre cómo alcanzar el estado más elevado de espiritualidad: cómo lograr los deseos y metas para cumplir mejor con la vocación de amar y servir a Dios, al prójimo y a uno mismo.
Este tiempo de acercamiento a Dios y de introspección nos faculta para hacer diagnóstico del procedimiento efectivo de la inteligencia emocional y las posibles consecuencias del cumplimiento puntual de las virtudes de la fe, la esperanza y el amor.
El retiro a un lugar apartado, en la Biblia, equivale a un tiempo de prueba y tentaciones en que los malos deseos deban tornarse en anhelos y metas positivas; la soberbia debe transformarse en humildad y el “ser viejo” debe morir para dar paso a una “nueva criatura” transfigurada y revestida de espiritualidad, de moralidad y de mansedumbre.
Durante los tres primeros siglos del cristianismo, el período de enfoque e intensidad espiritual que hoy conocemos como Cuaresma era sólo de dos o tres días previos a la celebración Pascual de la Resurrección. Los candidatos o catecúmenos hacían ejercicios espirituales con mucha intensidad antes de su bautismo, lo cual se efectuaba la víspera del Domingo de la Resurrección.
La primera mención de la Cuaresma como tiempo de ayuno, oración y preparación pre-bautismal, fue en el Cañón de Nicea en el año 325 d.C. Su origen seguramente se debió a la reminiscencia de los cuarenta años del exilio del pueblo hebreo; el peregrinaje de Elías al monte Horeb y los cuarenta días de Jesús en el desierto de las tentaciones después de su bautismo en el Río Jordán.
Las estrictas observaciones durante la Cuaresma en los primeros tiempos se fueron incrementando a través de los años y se establecieron muchas costumbres y prácticas además del ayuno, oración y dar limosna. Algunas de las tradiciones formaban parte del ritual de la liturgia: el Aleluya, Gloria in Excelsis Deo, y las antífonas de alabanzas no se usaban en las celebraciones u oficios religiosos. No se celebraban matrimonios, ni fiestas bailables, ni se cantaba o tocaba música secular. La costumbre era abstenerse de comer carne roja, huevos, lácteos, los miércoles y especialmente los viernes.
A partir del siglo IX hubo algo de relajamiento de estas estrictas restricciones y ya con la Reforma Protestante del siglo XVI, muchas de estas prácticas y costumbres fueron ignoradas y a veces burladas por algunos cristianos; pero todavía hay residuos de estas tradiciones.
A fines del pasado siglo XX la mayoría de las prácticas piadosas que los cristianos venían observando durante la Cuaresma fueron ignoradas o suplementadas por diversas actividades. Muchas no tienen relación con la fe y la práctica religiosa; mas, son fiestas seculares, bacanales, paseos, excursiones turísticas, u oportunidad para descansar, visitar a familiares o lugares de origen.
A pesar de los cambios y relajamiento de las tradiciones y costumbres de ayunar, orar y hacer actos de benevolencia, la Cuaresma es tiempo de introspección y espacio para ponderar en la vida, ministerio, acción redentora de Jesucristo y en la esperanza que él nos ofrece de tener vida abundante y eterna.