La gente de la zona del Caribe tiene características muy interesantes y bien definidas por las que se reconocen a distancia. Si usted ve un señor bajito, con cara de felicidad y una barriguita de bonanza, que luce un bigotito bien recortado, un sombrerito gracioso y al hablar dice ¡ay bendito! ya sabe que es un puertorriqueño. Si está con otra persona que al ratito ya lo quiere mucho, es casi de la familia, lo abraza y le dice, ¡oye chico! o ¡mi hermano! puede tener la completa seguridad que se trata de un cubano. Y si usted se topa con alguien que a los dos minutos ya le está contando su vida, la de su abuela y una tía lejana incluida, entonces, sin duda alguna, es un dominicano. Esto nos hace recordar la simpática anécdota que presenciamos en una fila de criollos en el aeropuerto de Miami. No habían pasado ni tres minutos de formada cuando se entabló una conversación amena, de voces altas y muchos gestos de manos.
La persona que estaba atrás nuestro, nos relató su historia. Venía a quedarse en el país porque una máquina en el trabajo le destrozó un brazo – nos demostró cómo – y con lo que pagó el seguro se estaba haciendo una casita en el pueblo, e iba a poner un negocio que lo atendería un primo hermano…los dos de alante no podían ser menos y comenzaron a contar las suyas, uno venía porque tenía dificultades con las importaciones pues comerciaba en Nueva York llevando productos locales, y según nos dijo, le iba bien, pero últimamente estaba tendiendo problemas con la aduana de aquí y quería entrevistarse con las autoridades para resolverlos. En ese momento, el tercero le dijo ¿problemas con la aduana? eso te le arreglo ya ahora mismo, mira, apunta mi nombre Fulano de tal, vas a entrevistarte con Mengano de tal y le dices que vienes de mi parte, verás como te lo resuelven de una vez…y ahí anotaron nombres, direcciones, teléfonos y esperanzas…
Ni decir tiene que al llegar al mostrador, todos éramos grandes amigos del alma.
Nos imaginábamos después que si esa fila estuviera formada por circunspectos ciudadanos del norte de Europa, lo más alto que se podría haber oído sería el zumbido de un impertinente mosquito. Si usted ha tenido la suerte de que un chofer dominicano lo lleve del avión a Manhattan, en esa hora le contará su historia con entusiasmo, una, y hasta dos veces si el trayecto dura un poco más. Le narrará con pelos y señales la aventura de cómo entró al país, de la nueva mujer con la que se casó, de los hijos y sus nombres, de sus primeros trabajos, de su última visita a Dominicana, de las partidas de dominó con su amigos, de los pescaditos fritos que se comió en Boca Chica, de los ahorros y los planes que tiene para un futuro regreso…
Y es que los dominicanos somos especialmente aptos para todo lo que requiera mover la lengua, la húmeda, de ahí que tenemos muchas y originales expresiones al respecto, la cháchara, la chercha, darle muela, y la de ¨ jablador ¨ que traspasa la ¨ h ¨, por ser muda, la pobre. Por eso nunca seremos buenos agentes secretos o espías, nos sacarían los planes de invasión a un país o la fórmula de la última bomba atómica sin tener que ser sometidos a crueles interrogatorios, ni arrancarnos las uñas de los pies…bastaría que nos brindaran un par de frías y nos preguntasen por la tía Anita que vive en Tenares… y por el hilo… nos sacarían el ovillo, como dicen. En cambio, valemos mucho como portavoces de un gobierno, o locutores, que los tenemos excelentes, o para decir chistes y cuentos bien sazonados, que los hay por millares. Y es que en un país donde el sol calienta tanto y el cielo brilla intensamente ¿cómo pueden quedase las lenguas quietas? ¡Imposible!