En una democracia, ningún gobierno está hecho para durar una eternidad. Y para mí, que apenas cuento con veintidós años de edad, estos dieciséis años consecutivos y veinte años en total del partido oficialista lo ha parecido. Leí por ahí una vez que “los políticos y los pañales se han de cambiar a menudo… y por los mismos motivos”, frase que no me pudiese parecer más atinada para nuestra realidad sociopolítica actual. Aunque, para no pecar de vulgar, prefiero aquella que dice que “un gobierno permanece hasta que el pueblo así lo quiera.”

Las razones que acompañan la necesidad de un cambio de partido oficialista no se suscriben a unas pocas, pero desarrollaré algunas de las que me parecen más obvias e importantes:

    1. Cuando los partidos se reeligen, se da un “reciclaje” de personas en los puestos públicos. Parecería que sólo existe un puñado de individuos que desean estas posiciones, y como si fuese una ruleta, se rifan las mismas sin que nadie se preocupe por el tema de la especialización. Se han visto líderes de organismos estatales que en dos períodos consecutivos ocupan cargos totalmente diferentes, y para los cuales no están adecuadamente formados. Algunos argumentan que más que un asunto de especialización, llevar un organismo estatal exitosamente es cuestión de buena gerencia, y ante esta pretensión me pregunto si los altos dirigentes han estudiado en algún lado la “gerencia pública”.  La especialización es, indudablemente, lo que le da a un individuo la capacidad de análisis y la competencia necesaria para solucionar problemas de forma efectiva dentro de una materia en específico. Sin mencionar la obstaculización de transición generacional que causa la repetición de actores, que no permite la introducción de juventud preparada en altos puestos de la administración pública. 
    2. Con el paso del tiempo, y la permanencia de un mismo partido oficialista, los dirigentes tienden a acomodarse en sus puestos, se desconectan de los reclamos sociales y entran en una burbuja, lo que conlleva una disminución en su productividad. El primer período de un dirigente suele ser el más fructífero, mientras que los subsiguientes prueban ser, en muchos ámbitos, ineficaces.  Después de varios años, es como si los dirigentes dormitaran en sus mecedoras de poder.
    3. Cuando el poder está ejercido por una misma persona o  un mismo grupo por prolongados períodos de tiempo, el retorno a la vida común se convierte en una tarea difícil. La permanencia en el poder genera tendencias autoritarias ante la posibilidad de entregarlo. En este punto, la alternancia se convierte no tanto en una aspiración, sino en una necesidad. Un sistema democrático saludable requiere de una equitativa distribución del poder, del cumplimiento de las reglas formales pre-establecidas (p. ej. celebración de elecciones), y del cambio en su ejercicio.
    4. El cúmulo de poder entre aquel puñado de individuos que mencioné anteriormente corrompe, y es por todos conocido que el poder absoluto corrompe absolutamente. Cuando el cúmulo de poder se aparea con impunidad, el peligro es aún mayor, pues al este no sentir consecuencias sobre sus actos, los incumbentes tienden a querer llevarse el mundo por delante, y en este caso, el mundo somos todos nosotros con nuestro futuro incluido. Aquí se materializa la lucha incansable entre intereses particulares e intereses colectivos – que es lo que se da cuando un pueblo ávido de justicia, pobre, pero digno y trabajador, que lucha por su mejoría en todos los sentidos, ve como unos pocos se deleitan en medio de lujos y riquezas que han adquirido de manera fácil negociando con la política y terminan embriagados de tanta miel.