En Latinoamérica sobran los controles, algunos fomentados por empresarios para preservar sus privilegios. El sistema de libre empresa apenas existe. Las deficiencias que se le atribuyen son el fruto de medidas gubernamentales que lo hacen inoperante. El gigantismo estatal estrangula el modelo, en beneficio algunas veces de pequeñas y privilegiadas elites empresariales que obstaculizan. En casi todo el continente, estos grupos han tenido mucho éxito en propiciar alianzas con la burocracia gubernamental, en franca conspiración contra los verdaderos intereses de sus naciones.
Si las oportunidades no son las mismas para todos los agentes económicos no podemos hablar de libertad económica. El inmenso poder discrecional de los funcionarios públicos, México, Brasil y Venezuela son casos icónicos ejemplos, ha dejado a esos países penosos legados de corrupción e ineficiencia, con un altísimo costo moral, social y económico, que se repiten como modelos en las demás naciones. Se necesita una mayor dosis de iniciativa individual. Los mercados bien abastecidos han sido siempre aquellos dejados en situaciones normales a la libre competencia y a las fuerzas naturales del mercado.
La experiencia ha demostrado hasta la saciedad que las economías centralizadas o cualquiera de sus hijastros generan estrechez y pobreza. Constriñen el desarrollo y degeneran en el planeamiento de la vida ciudadana. También es cierto que una economía de mercado sin restricción alguna impide la justicia social. En la práctica ambas se asemejan. De manera que requerimos de un modelo intermedio para garantizar el principio de la distribución del poder y propiciar oportunidades más equitativas dentro de un sistema de libre concurrencia, con gobiernos empeñados en hacer cumplir la ley y limitados a su papel de regulador, no de agentes económicos.