A veces pongo en reposo los problemas del país, estaciono el alma en algún laberinto y dedico unas letras más allá de otras tristezas como, el desamor, por ejemplo. Lo dedico a quienes el amor se le esfumó como agua entre sus dedos.

Cuando se pierde un amor es como si el cielo se desplomara. La ansiedad de los primeros días hace perder tu mirada en la larga expresión del horizonte porque es el horizonte la antesala inevitable de todas las tristezas. Es como si enmudecieran las bocas de la brisa y se quedaran sin alas las palabras.

Solo recuerdas que hablaban sus ojos los lenguajes del río y se posan en tu piel retazos de amaneceres y ocasos tristes. Tras la silueta del recuerdo se pudre el cadáver de la mirada. Se corrompe la congoja de un amor sin estaciones. Solo el tiempo será capaz de responder las preguntas y calmar los retorcijones del agravio.

Sobre el verde insurrecto del paisaje emborrachas la emoción como si en ella ahogaras la tristeza. Empalagas el alma con preguntas irredentas, se trastornan los sentidos desquiciando la razón y la cordura.

Cuando se pierde un amor la incertidumbre es el precio necesario, tediosa circunstancia inconmensurable donde naufraga el cielo. ¿Quién responderá por la tristeza? ¿Quién desenredará la pena, desarticulará con un gemido el horizonte? ¿Quién desenterrará la pena y la desgracia? ¿La precundía de un dolor que nos desgarra y nos agobia? Y cada día surgen más preguntas y quisiera uno desahogar esa cosa que se tiene metido entre ceja y ceja y que se lleva atrabancado entre el pecho y la espalda.

Luego viene la duda, la falta de fe, la incomodidad y la indolencia. La piel es dura para el recuerdo, pero debemos recordar porque es además justo y necesario. Que solo susurre como náufrago perdido el minúsculo testigo que vive en nuestra sangre. Este es el sitio donde el tiempo amamanta el ámbar de nuestra tristeza. Donde a fuerza de dolor se troca la resina de la herencia del corazón.

A veces, cuando la mente se nubla de gris puede aflorar la intención maldita de largarse para donde no se regresa, ese sitio apartado del olvido, de donde nadie ha vuelto jamás para contar su historia. Donde la sombra de lo que se fue una vez, gastándose de boca en boca, hasta que se pierda para siempre en los recuerdos.

Porque, créanme, en esto es más el dolor que la historia. Amanece uno extenuado, cansado, echado como un fardo sobre su desgracia, exprimiendo la esperanza, que es lo último que se pierde, va uno aprendiendo a la intemperie de su tragedia.

Cuando se exhala el suspiro postrero tras muchas lágrimas, sinsabores, ruegos y atropellos se vuelve uno prisionero de sus remordimientos y termina rendido su nombre a la tristeza porque ya no puede resistir.

¡Joder, qué difícil es perder un amor!