La palabra regulación está en boca de todos. Muchas noticias y proyectos normativos recientes hablan sobre la necesidad de regular tal o cual cosa. Algunos ejemplos de esto incluyen regular el ejercicio de la abogacía, el uniforme de las empleadas domésticas, a los economistas, el agua, las armas de fuego, las causales del aborto, las primarias de los partidos políticos – hasta la cantidad de hombres que pueden transitar en una motocicleta. En fin, existe una plétora de situaciones que algunos opinan que el Estado debe intervenir para regular. 

En la República Dominicana, las reformas económicas estructurales que iniciaron en la década de los 90 y 00 nos legaron el Estado regulatorio, caracterizado por un andamiaje normativo multidimensional y complejo que los agentes económicos tienen que navegar. 

La sobreabundancia regulatoria también trae consigo la regulación de disparates – y los disparates regulatorios. Esto preocupa, porque en vez de dedicarse a sus funciones esenciales, el Estado termina interviniendo temerariamente para regular distintas actividades que no le corresponde regular. El resultado es que a menudo el Estado regula mal.

Estas intervenciones son costosas. Desvían recursos que se necesitan para financiar otros objetivos del Estado – como salud, educación, justicia, seguridad ciudadana, etc. Vale recordar que gran parte del presupuesto anual del Estado se financia con deuda. Por lo que las actuaciones regulatorias frívolas representan un alto costo de oportunidad – pero también se realizan a crédito.   

Las intervenciones regulatorias tampoco son una panacea. De hecho, como medicina, a veces la regulación no surte efectos. Resultan ser un placebo costoso que no cura los males que tenía como objetivo corregir.

Otras veces, las regulaciones surten efectos – pero insuficientes. Ningún paciente quiere que le curen media enfermedad terminal. Tampoco que traten de curarle una gripe, y que el medicamento le deje ciego. Lo mismo pasa cuando se regula – y en vez de corregir un problema público, se generan consecuencias indeseadas no previstas. Por eso, muchas veces el óptimo social es que el Estado haga nada.

Toda regulación debe estar basada en un análisis previo de costo-beneficio. Pero también se debe monitorear sus resultados para calibrar cualquier efecto no deseado imprevisto. Las regulaciones no nacen infalibles. Tampoco tiene vocación perpetua.

Sin embargo, muchos proyectos legislativos carecen de un fundamento o criterio económico sobre por qué resulta necesario regular una actividad. De hecho, una gran parte de las leyes y regulaciones que se implementan en la República Dominicana, carecen de un estudio previo de impacto regulatorio. En fin, el quehacer regulatorio es ubicuo, pero está plagado de arbitrariedad, complejidad, trasplantes jurídicos y razonamientos carentes de toda base científica o técnica.

Lo anterior resalta la necesidad de preguntarse ¿por qué el Estado debe regular? Esta pregunta se contestará en varios artículos. Este se limitará a introducir los llamados fallos del mercado bajo la teoría económica neoclásica (partiendo del supuesto de racionalidad). Estos fallos se explicarán con mayor nivel de detalle en artículos subsiguientes.

Según la Economía Neoclásica, el Análisis Económico del Derecho y la Teoría de la Regulación Económica, el Estado debe intervenir a regular cuando existen fallas – o enfermedades, en el lenguaje de Thomas Lambert (How to Regulate: A Guide for Policymakers, 2017)– que justifiquen dicha intervención. Estas enfermedades del mercado son: (1) los problemas de competencia (monopolios, duopolios, oligopólicos, etc.), las externalidades positivas y negativas, los bienes públicos y recursos comunes, y los problemas severos de información asimétrica (y sus problemas asociados de riesgo moral, costos de agencia y selección adversa). El Prof. Anthony Ogus, en su tratado fundamental sobre regulación económica (Regulation: Legal Form and Economic Theory, 1994), también añade los shocks macroeconómicos – que son eventos inesperados, como los terremotos o los huracanes, que tienen un impacto económico adverso.

En una entrega futura sumaré al análisis los fallos conductuales de la Economía del Comportamiento (Behavioral Economics). Pero primero enfocaremos las enfermedades y problemas económicos clásicos.

La presencia de los referidos fallos justifica – pero no ordena – la intervención reguladora del Estado. De la literatura económica y de la experiencia de implementación de políticas públicas  de otros países, tenemos a nuestra disposición una serie de herramientas para combatir todos los referidos problemas económicos. Regular por regular – o peor aún, dar palos de ciego – es sumamente peligroso e inaceptable. Esto porque cualquier intervención reguladora puede tener consecuencias indeseadas – incluso hasta en sentido opuesto – a los efectos originalmente buscados por la regulación.

Para regular inteligentemente y bien hay que tomar en cuenta esto. De lo contrario, se está experimentando con el bienestar de la sociedad.