En estos días lluviosos leímos sin hacerle el caso que en otras circunstancias le hubiésemos hecho que un columnista muy leído por los que buscamos en los diarios o revistas un atisbo de genialidad o un frescor cultural bajo el agobio de lo intrascendente que nos rodea, anunciaba el fin de su columna en uno de nuestros diarios.
Realmente Federico Henríquez Gratereaux no era cualquier columnista. Era la voz alta y luminosa en el diarismo lleno de preocupaciones banales o de asuntos políticos. Además llenaba espacios en los hogares directamente hablando de asuntos que a la mayoría poco o nada le importaban por ser cosas “cultas”.
Por allá por el 1948, viviendo en San Francisco de Macorís en el hogar de unos viejos amigos, incluyendo una de las parteras que estuvieron en mi nacimiento a quien llamaba Mamá Cora, su esposo, Ovidio Pérez, que había sido síndico en mi pueblo (la calle, donde vivía llevaba su nombre en vida, a quien llamaba Papá Villo, al decirme que fuese al Partido Dominicano que don Pablo Pichardo iba a dar una conferencia, indicándome con esa fe y ese convencimiento que tenían los hombres de entonces sobre lo que decían. Anda para que oigas a esa lumbrera.
La imagen que tenía de don Pablo, oriundo de La Vega, que había sentado reales en el Jaya, era la de un señor de baja estatura con una melena “de poeta modernista”, propietario de una farmacia con un hijo llamado Hamlet por su admiración por la obra de Shakespeare, de tal fuste que había sostenido una polémica con Heriberto Pieter acerca del gran poeta inglés en la prensa.
Naturalmente fui. La sala estaba abarrotada, sea por la fama de la cultura del disertante como por el terror. Fue de mañana, si mal no recuerdo asistimos muchos estudiantes. No preciso ahora todo lo que dijo aquella “lumbrera”, recuerdo sí que lo hizo sin papeles, iniciando con el cuerpo humano, hablando de la cabeza.
Traigo a colación este hecho por la circunstancia de que el pueblo llano de entonces admiraba y respetaba el talento. Un poeta, por el solo hecho de serlo aunque el interlocutor no hubiera leído su poesía, era considerado una lumbrera.
Yo he contado la anécdota de que precisamente en Santiago el año anterior, cuando estudiaba segundo año del bachillerato, en el parquecito llamado de La Altagracia por la iglesia que le quedaba al frente, un muchacho me lustraba los zapatos cuando irrumpió un señor de elevada estatura, bien vestido que cruzó. Era, supe luego, Benjamín Guzmán, que había servido en el servicio exterior. El lustrabotas cuando pasó, se detuvo en su labor al darme con el paño para decirme con una evidente admiración: Ese señor es un poeta.
Mi viejo amigo Nemesio Mateo, Nemito, me contaba que en la esquina de la Calle de Los Bancos, que era la Isabel la Católica con Las Mercedes, uno de aquellos limpiabotas capitaleños que usaban uniforme de fuerte azul con saco y corbata, le decía a medida que pasaban a sus oficinas los gerentes de bancos que lo saludaban por su nombre, mientras él repetía el de ellos: Ese es don fulano gerente del Royal, etc., los nombres de todos los principales. En eso pasó alguien que también le dijo su nombre y cuando él le preguntó quién era ese, el tipo lo miró y le dijo: “Ese, es uno de ahí de la aduana”. Desde entonces, cuando nosotros nos queríamos referir a alguien sin importancia recordábamos aquello.
Precisamente recordando al lustrabotas de Santiago, por el respeto del pueblo llano por la gente culta, no podemos olvidar que gobernando el país un poeta, Joaquín Balaguer, ya la gente no lo admiraba por eso, sino por ser el presidente. Lo digo, para que se vea que a pesar de la conquista democrática, ese fervor y esa admiración por la poesía, se había ido al cachimbo en los inolvidables doce años en los líos de la UASD, cuando echaban por delante a un joven, este pensando quizás que antes a los intelectuales y a los poetas lo respetaban, pidió que le trataran consideradamente diciéndole: “Yo soy un poeta”. Todos recordamos que el militar solo le dijo: “Qué poeta ni poeta, entre en la guagua”.
A partir de entonces, sea porque los poetas no rimaban y por eso al pueblo llano sus cosas por cargadas de lirismo que estuvieran ni le gustaban ni las admiraban. Poco a poco hasta en las escuelas rurales se dejó de pedir a los muchachos que aprendieran poemas y los dijeran en los actos escolares. En mis años de juventud hasta las putas tenían cuadernos con poemas como Las Abandonadas y los de Héctor J. Díaz, etcétera y ni hablar de las muchachas o de las solteronas. Todo el mundo se sabía por lo menos un poema.
La gran pregunta es ¿acaso la rima, la métrica y esos otros trucos no formaban parte de algo que el pueblo amaba y veneraba?
Este año se le ha dedicado la Feria del Libro, lamentablemente tan mojada, a René del Risco Bermúdez, nieto del poeta Federico Bermúdez el autor de Los Humildes, nacido en un Macorís marinero donde la poesía también rodaba por las calles, que sin dejar de ser moderno, se preocupó por la métrica y la rima dejando sonetos y otros poemas sonoros que han sido ahora publicados y están al alcance de todos.
Las lecturas de sus versos, la escenificación de sus poemas musicalizados que culminaron en el Teatro Nacional con la coreografía de Una primavera para el mundo maravillando al auditorio que se quedó deseando más, nos indican, no solo que puede ayudarse a la resurrección del gusto por la palabra poética a un pueblo embebido en las proezas musculares, sino que es necesario, más que nunca, que los medios dulcifiquen los rigores del politeísmo, y los músicos las vulgaridades que se cantan.
Llegó un momento aquella noche para el recuerdo que las introducciones poéticas bien moduladas, con el sentido de las palabras y las emociones, fueron tan o más aplaudidas que las mismas letras convertidas en música, por la gracia misma de su origen: René fue de los últimos poetas rigurosos a pesar de su juventud.
Mientras nos quedamos sin la poesía de Federico Henríquez Grateraux en su columna o en sus presentaciones televisivas y aquí no ha pasado nada. Eso no motiva ningún comentario catastrófico, como lo provoca que al pelotero tal o cual se le dislocó un músculo.
Cuántos grandes intelectuales, artistas de la pluma, del pincel, del pentagrama han ido desapareciendo sin que eso haya conmovido a este pueblo apático que ve apagarse sus lumbreras y no recoge ni siquiera una ceniza caliente, salvo si se trata de políticos que hubiesen combinado su arte con el de la política.
Por suerte como contrapartida la Feria dedicada a René aunque no haya sido lo esperado en lo económico por la lluvia, también ha sido una muestra increíble de devoción por la cultura cuando tanta gente desafiando la lluvia pertinaz asistió a los eventos y disfrutó la obra de un poeta, quizás el último que hubiera motivado a un limpiabotas sin saco ni corbata que al verlo pasar, dijera, con admiración y respeto, con la veneración real al talento humano: Ese es una lumbrera, ese es un poeta.