Parecería ilógico plantear que en pleno siglo XXI, todavía existan aquellos que por su bajo nivel educativo y las carencias que les fabrica este sistema, se vean en la necesidad de cercenar la vida de otros a los que se les niegan los mismos derechos que lo empujaron al delito . Pero más que ilógico, preocupa saber que pagamos unos impuestos para sostener un aparato estatal insolvente, donde nada funciona, nada se resuelve y todo se posterga. Por ello suceden cosas que a la vista de cualquier mortal son indescriptibles, inimaginables y execrables.
Matar, debe ser uno de los eventos más difíciles que puede suceder en la vida de una persona en su sano juicio, que quizá sumida en aprietos, para salvaguardar la suya se vea en al imperiosa necesidad de tener que castrar la ajena. Y es que, matar cuando de vivir se trata, resulta a veces inevitable, porque entre una y otra, los hay que matan para vivir y existen los que viven porque matan. También, los que solo la muerte de otros les ofrece un poco de vida.
Pero en medio tanta alharacas, siempre es el más débil quien carga con la culpa. La culpa de haber nacido en un barrio marginado, sin los servicios básicos elementales cubiertos. Acosado constantemente por las bondades de un mercado que te crea unas necesidades que no tienes, y que te inducen de manera injusta al consumo de productos que no están al alcance de tus posibilidades. Sobre todo, sin la vigilancia y fiscalización de los estamentos gubernamentales, tan insignificantes como inoperantes.
Este es un Estado de pantomima que se caracteriza fundamentalmente por fabricar delincuentes, reproductor asiduo y deliberado de antivalores. Este mismo ente público, que convierte en héroes a sujetos cuyos logros proceden de dudosa reputación y que premia a los corruptos con archivos definitivos. Aquí, en esta media isla, hace ya un buen tiempo en que los muertos parecen estar vivos y creen estarlo por el simple hecho de que respiran.
Henry Daniel Lorenzo Ortiz, desgraciadamente es uno de esos, y al igual que la mayoría de su entorno, nació muerto, respira, camina. Creció en medio de la más espantosa miseria, tal vez sin entender por qué a unos pocos se les concede todo aquello que le fue negado. Estuvo invisible, incluso para sus vecinos que lo sentían siempre lejano, hasta que la tentación de poseer todo eso que de acuerdo a las reglas del mercado te hace importante, lo llevó a cometer un crimen horrendo, atroz e indefendible.
Con él, un joven que de acuerdo a normas foráneas, apenas comenzaba la adultez, murieron otras almas, Anneris Peña y sus tres hijos, víctimas de la escasez de políticas públicas adecuadas, dirigidas y enfocadas específicamente a la preservación de derechos fundamentales de segunda generación. Para producir un régimen de igualdad de oportunidades, especialmente, en los aspectos económicos y sociales con lo que sin dudas se garantizaría el acceso a los servicios que les son colindantes a dichos derechos.
Las autoridades no pueden pretender que con la simple coacción y/o sometimiento a la justicia de Henry, se corregirán los hechos de esta magnitud. Mientras estemos produciendo marginados al por mayor y detalle, habrá otros muertos sociales cometiendo delitos peores o iguales que este. Porque la granja no cierra por el hecho de matar los pollos. Esto nos obliga a estudiar el fenómeno y establecer por medio de una evaluación pertinente, qué hacer en cada caso, cuando los muertos matan.