A las Reynas del Caribe, porque aún podemos soñar…
Recuerdo que en mi infancia un grupo de amiguitos del barrio, sin acceso a instalaciones deportivas colocamos un aro de bicicleta en un árbol que hacía las veces de canasto para jugar baloncesto bautizando aquel espacio como “la cancha de polvo”.
Un tubo de goma de vehículos era suficiente para crearla, era de una contextura rústica y pesada mortal para jugar baloncesto, pero de igual manera nos la ingeniábamos para, entre polvo, tierra y sonrisas de niños disfrutar cada momento en que teníamos la oportunidad de disputar un 21.
Cuando estaba de moda la lucha libre nos ingeniamos un ring en uno de los patios traseros de alguna de las casas, construido con cuatro estacas de madera y cercado con bejucos. Ahí escenificábamos todas las destrezas aprendidas en la televisión aplicada por Jack Veneno o algún otro luchador de nuestra preferencia.
Para jugar béisbol construimos un play tan solo con lo necesario: tres bases definidas con cal o ceniza, unos guantes de cartón, una pelota maciza o en su defecto el casco de alguna muñeca en desuso por nuestras hermanas o con algunas medias de esas que ya se les habían cansado el elástigo.
Por eso me identifico plenamente con nuestros atletas cuando compiten, en diferentes disciplinas, en certámenes nacionales como internacionales. Cuando triunfan. Cuando se disputan con otros países, que poseen estructuras y hasta universidades deportivas, posiciones importantes en el medallero.
La mayoría de nuestros atletas no provienen de sectores exclusivos ni han tenido padres con la capacidad económica de mandarles a entrenar fuera del país. Provienen de barrios donde cada día se mastica la dura realidad de soñar lo inalcanzable.
Son arquitectos de esperanzas y forjadores de sueños. Impulsados por una fuerza pasional que les lleva a arriesgar su honor en cada competencia tras la conquista de una meta que eternice su nombre al lograr una nueva meta u otra medalla.
Las experiencias de infancias les han agregado corazón de guerrero con la armadura necesaria para saber ganar un oro habiendo entrenado en una cancha de polvo. Son capaces de obtener un título de boxeo habiendo entrenado con sacos de arena. Pueden ganar una lucha olímpica en un ring hecho de bejucos y un colchón viejo.
Han sabido transformar la triste realidad de su experiencia en sonrisas que hoy ofrecen a todo un pueblo que, absorto en las luchas libradas para llegar hasta ahí, les anima desde las gradas del aliento, desde un televisor que, como espectador, a veces quisiera entrar cuando siente la injusticia de un árbitro que no tiene la más remota idea del esfuerzo sobrehumano de ese atleta para llegar a ese nivel. Son vitoreados por un pueblo que celebra cuando les ve ganar y dedicar su triunfo al país y a la familia.
Ellas, las nuevas, las constructoras de nombres. Ellas, partos prematuros de un futuro no verificado. Ellas, argonautas de un ideal habiendo naufragado y padecido con frecuencia los embates de la pobreza; han escrutado más allá de los rincones de un ideal los mundos provistos de cosas bellas, terribles y divinas al mismo tiempo, han vertido su legado en las siguientes generaciones que ensalzarán su obra y venerarán su figura buscando imitar el corazón de unas jóvenes que se asomaron al abismo insondable de las precariedades para hacer soñar a un pueblo, a una patria, con una fuerza pasional que solo es posible cuando late un corazón por una patria.