Cada día la moderación pierde espacio en el país. Ocurre en los medios de comunicación, en el ámbito político, en la esfera sindical y en los círculos empresariales. Hasta los concursos de popularidad artística y de belleza están contaminados por esa inclinación a la disputa que tanto atrae entre nosotros.
Los intercambios de ideas, otrora un ejercicio constructivo, se ganan ahora al través del ruido; de quien hable más fuerte. En la radio ya no se conversa con el público, sino se grita. No se cuidan las palabras. Mientras más grosero se es, mayor encanto y más aceptación en la audiencia.
La minoría que trata de situarse en el justo medio, a distancia de la lisonja y la fortuna, ya no tiene cabida en nuestro ambiente. Lo que ella piense carece de importancia. No gana votos ni tiene resonancia en los medios. La moderación es ya un pasaporte caduco. Una pérdida de tiempo. Un vano ejercicio que a nadie interesa y cuya efectividad fue puesta en duda hace ya un buen tiempo.
¿Para qué entonces intentar con ella aplacar los ímpetus y los malos hábitos que se adueñan progresivamente de cuanto alguna vez constituyó un valor apreciable en esta sociedad? No perdamos el tiempo ni recursos en tarea tan inútil, si el paradigma es hablar fuera de tono, con palabras descompuestas. Ni los discursos en la academia, ni las tertulias de intelectuales, que antes daban gusto, se escapan a esa corriente avasalladora.
¿Qué hacer frente a esa realidad? ¿Cruzarnos de brazos y verla pasar sin hacer nada? ¿Luchar? ¿Con qué propósito si de antemano se está perdido? ¿Acudir a la escuela? ¿Para qué si son pocos los maestros? ¿Al hogar? ¡Por Dios! ¿Dónde está el principio de autoridad que ejercieron nuestros padres? Honestamente carezco de respuesta. Todo lo que se es que hasta de luchar uno se cansa. Ni escribir bajo tal situación tiene sentido. Aunque lo peor sería rendirse.