“Cuando el ritmo de cambios dentro de la empresa es superado por el ritmo de cambios fuera, el final está cerca" – Jack Welch.
Nadie discute que la innovación tecnológica es la principal condición para entrar y permanecer en mercados donde no es la pobreza la que determina precios. Por ejemplo, para persistir en Haití como proveedor de ciertos productos, fundamentalmente alimentos, debemos mantener precios bajos pagando mal a una mano de obra que domina tareas rutinarias y mecánicas; para competir en el mercado alemán, que tiene consumidores educados y acostumbrados a productos que cristalizan complejos procesos automatizados, debemos entender que las alharacas locales sobre competitividad no bastarían.
Es preciso que los productos, que no sean primarios o básicos con escaso valor agregado local (flores, bananos, aguacates, menestras y tubérculos), procedan de una economía del conocimiento en la que el esfuerzo innovador y la voluntad de aprendizaje sean parte del ADN del tejido de las empresas o de un grupo de ellas “alocadas”, así como también de un Estado verdaderamente emprendedor, es decir, de uno con una visión clara, firme e innegociable de los puntos de llegada y de los medios y estorbos que salvar para alcanzar las metas.
Es la combinación prodigiosa que determina al final de cuentas el acercamiento a la frontera tecnológica. Por tanto, para hablar de competitividad auténtica debemos ver cómo anda nuestra red de gastos asociados a la inversión en I & D. Es un hecho ampliamente evidenciado en serios estudios empíricos que los países que más invierten en investigación y desarrollo son los más competitivos, es decir, los que tienen las capacidades y la confianza de entrar, permanecer y crecer en mercados organizados. Espacios de negocios donde los productos y servicios cumplen con normas, son metrológicamente trazables, muestran certificaciones confiables y el componente tecnológico predomina.
Pero…cuidado. No podemos afirmar que los gastos que pudiéramos asociar con I & D son importantes solo en términos individuales. Es absolutamente necesario que nos veamos en el espejo de las naciones de nuestro entorno productivo regional que ya aparecen compitiendo exitosamente en Europa, Estados Unidos y algunas naciones de Asia avanzada.
Por ejemplo, Argentina, un país dotado de grandes riquezas naturales y de un sistema de educación que todavía no sucumbe -como el nuestro que creemos que está expirando en términos cualitativos-, invierte más o menos un 0.5% de su PIB en I & D, es decir, en la producción de conocimientos. Ese gasto consolidado podría considerarse aceptable, especialmente si lo comparamos con el nivel registrado por ese país en 1996.
No obstante, cuando miramos a la región y a sus potencias económicas sobresalientes, advertirnos que ese gasto relativo en la generación de conocimientos está por debajo de Chile y representa menos de la mitad del porcentaje brasilero, ambos casos con una clara tendencia a seguir creciendo. Además, debemos compararnos con los países que pisan la frontera tecnológica: la inversión en I & D argentina representa más o menos un sexto de la de Estados Unidos. Entonces, hay mucho que hacer para que la economía argentina pueda considerarse como una que está a la vanguardia de países competitivos.
El caso dominicano es aleccionador y a la vez poco esperanzador. Aleccionador porque tenemos una economía con un crecimiento anual sostenido en los últimos quince años, empezando en 2004 (entre 1970 y 2018 la tasa media ronda el 5%), final de una de las más grandes catástrofes de la historia económica reciente (2000-2004). Poco esperanzador porque tenemos problemas de gran calado encima y, ante los temores que infunden, preferimos al parecer la retórica grandilocuente a las soluciones con garantía de sostenibilidad temporal.
Es hora de que del apogeo cuantitativo (crecimiento sostenido) emerja un estado emprendedor liderado por una clase política con menos parrandas electoreras. A su lado y en alianza con él, un sector empresarial visionario con una irrevocable y fundada apuesta a la consolidación de la economía del conocimiento. Este sector debería ya ofrecer pruebas de que efectivamente comienza a conjurar los maleficios de su cultura rentista e inmediatista.
En este punto volvemos sobre nuestros pasos. De acuerdo con los schumpeterianos, la autoridad y la empresa deben poner el énfasis en el componente «sistémico» del progreso tecnológico y el crecimiento. Y es que, como señala Mariana Mazzucato recurriendo a las enseñanzas de grandes expertos, “los sistemas de innovación se definen como la “red de instituciones del sector público y privado cuyas actividades e interacciones inician, importan, modifican y difunden nuevas tecnologías” o los “elementos y relaciones que interactúan en la producción, difusión y uso de conocimiento nuevo y económicamente útil”.
Ello significa que el esfuerzo innovador debe ser apoyado no sólo desde la Administración, sino desde todas las organizaciones y entidades que conjuntamente participan y conforman formalmente nuestro Sistema Nacional de Innovación y Desarrollo Tecnológico (SNIDT), creado mediante Decreto No. 190-07. Disponiendo de este sistema, que obviamente merece ser mejorado, el primer paso -diríamos que ineludible- sería reconocerlo como herramienta indispensable para la construcción de la competitividad dinámica.
Ese reconocimiento nos llevaría a la institucionalización de la innovación reforzando las fuentes de financiamiento de la I & D en el sector público y alentándola e incentivándola en las empresas a partir de la firme convicción en ellas de que el conocimiento y la información son los únicos resortes posibles para conservar los espacios de negocios internos y entrar y permanecer en las grandes ligas del comercio global.