En su discurso de aceptación de los premios Billboard hace unos días, Madonna alborotó la prensa farandulera con su afirmación de que, para las mujeres, envejecer es un pecado. A sus 58 años -apenas uno más que yo- ella sabe exactamente de lo que está hablando.

Una pensaría que después de la menopausia, cuando los hombres pierden interés en nosotras y dirigen su atención hacia las veinteañeras, tendríamos al menos el alivio de ser menos cosificadas que en nuestros años de juventud (piense en el tiempo, el dinero y la ansiedad que nos ahorraríamos si pudiéramos preocuparnos un poco menos por nuestra apariencia). Pero qué va. La condición de objeto sexual que define la condición femenina desde la pubertad no se pierde con la madurez, aunque las normas culturales hayan decretado la pérdida absoluta de nuestro atractivo sexual al llegar a cierta edad. A diferencia de los hombres, la apariencia física sigue siendo un factor determinante de nuestra valoración personal, nuestra estima social, nuestra cotización laboral a medida que vamos envejeciendo.

Y con la medicalización de la belleza y el desarrollo explosivo de la industria anti- envejecimiento, las presiones para combatir las huellas de la edad se multiplican y se tornan, si acaso, más feroces. Se trata de un mercado en el que participan todas las grandes multinacionales de los sectores farmacéutico, de cosméticos y de higiene personal, cuyas ventas alcanzan los miles de millones de dólares anuales y no cesan de crecer. Súmele a eso la gigantesca oferta médica de cirugías estéticas, medicamentos y dietas para rebajar, procedimientos dermatológicos, etc., que prometen embellecernos y rejuvenecernos desde los párpados hasta la vulva.

Tan solo en la ciudad de Santo Domingo, las Páginas Amarillas registran 152 clínicas de belleza y estética (contra solo 18 médicos nutricionistas y 12 geriatras), que ofrecen una variedad impresionante de procedimientos: cirugías de todo tipo y para todas partes del cuerpo, liposucciones, tratamientos láser para la celulitis, inyecciones de colágeno, dermoabrasiones, lifting, peelings, inyecciones de botox, relleno de ácido hialurónico en los labios, carboxiterapia para ojeras, estrías y celulitis, presoterapia, hidrolipoclasia ultrasónica para quienes prefieran su lipo en versión no quirúrgica, cavitación, crioelectroforesis, tratamientos láser para las arrugas y muchísimo más.

Frente a tantas alternativas –sin olvidar los tintes y los highlights para el pelo, ni las costosísimas cremas anti-arrugas- la mujer que no se mantiene joven y bella es porque no quiere. Como decía la difunta Zsa Zsa Gabor, cuyo cadáver embalsamado debe ser uno de los más bellos del cementerio, “No hay mujeres feas, tan sólo mujeres perezosas”.
Las presiones que recibimos las mujeres para disimular el paso de los años nos acechan por todas partes: están en las revistas femeninas con su flujo inagotable de consejos de belleza y sus modelos perfectas; en las actrices, cantantes y presentadoras de TV, siempre tan bien operadas, recompuestas y retocadas; en los rostros y los cuerpos de la publicidad, rutinariamente retocados con Photoshop. Aunque las mujeres siempre hemos sido valoradas por nuestra apariencia más que por nuestras habilidades, personalidad o intelecto, la disponibilidad cada vez mayor de recursos de embellecimiento ha elevado exponencialmente las expectativas y los estándares sociales que dictan cómo debemos lucir después de los cincuenta. La época de nuestras abuelas, cuando bastaba un tintecito en el pelo y un poco de maquillaje, hace tiempo que pasó a la historia.

Ahora, la mujer “de cierta edad” que no aprovecha las opciones anti-envejecimiento que el mercado pone a su disposición comete una grave transgresión. Qué abandonada está, murmuran a nuestras espaldas; no se cuida, dicen. A diferencia de los hombres, las mujeres nunca debemos aparentar la edad que realmente tenemos, nunca debemos mostrarnos como realmente somos, con canas, arrugas y todo.

La mujer que decide asumir el proceso de envejecimiento de manera natural, sin artificios químicos o quirúrgicos, corre el riesgo de ser considerada negligente, displicente y francamente fea. “¡Qué avejentada está!” no es un simple comentario, sino una acusación que lleva implícito el reproche por haber “descuidado” irresponsablemente el cuerpo.

Hasta la importancia del ejercicio físico y de mantener un buen peso se expresan a menudo en función de la apariencia más que de la salud. De hecho, en Santo Domingo es mucho más fácil encontrar una inyección de botox que una clase de yoga para envejecientes, y los cirujanos plásticos superan a los nutricionistas por centenares.

Ser esclavas de estándares de belleza basados en la juventud y en la perfección del cuerpo tiene costos emocionales altísimos para las mujeres de todas las edades, que nunca lograrán reproducir la apariencia perfecta de las modelos mediáticas. Para las envejecientes la tarea es más difícil y el daño a la autoestima todavía peor, y ni hablar de los costos económicos: el ácido hialurónico sale caro, igual que los honorarios de los cirujanos, y sus efectos son siempre transitorios.

El mandato social contra el envejecimiento femenino se ha vuelto tan normativo, tan ubicuo, que lucir nuestra propia edad ha pasado a ser un acto de insubordinación política, una nueva forma de rebelión contra preceptos sociales sexistas y opresivos. Por extraño que parezca, mostrar las canas y rechazar el botox son la nueva frontera de mi activismo feminista. Nunca hubiera imaginado que, en esta etapa de mi ciclo vital, lucir mi verdadera edad sería un acto de afirmación política. La subversión de las arrugas. ¡Quién lo hubiera dicho!