El día en que Alcadia la de Mino llegó al barrio después de una visita a la capital sintió una sensación parecida a la de Aureliano Buendía cuando su padre lo llevó a conocer el hielo. Recorrió casi todas las casas comunicando una decoración hermosa que había visto en muchas casas de la capital y que le llamaban verjas.
Para Alcadia había sido algo fabuloso y de inmediato contactó algunos herreros para que pusieran verjas en su casa y que procuraran tuvieran el mejor diseño pues quería que fuera la más hermosa vivienda.
Todos acudimos a ver la casa con verja y se formó una especie de fiebre campesina por decorar la casa con aquellos hierros de diseños ondulados algunos y colores vistosos.
En el caso de mi casa, lo recuerdo como ahora, mi hermano mayor dispuso ponerle verja a la galería porque no quería que siguiera siendo el punto de reunión de los vagos del barrio. La verja iba a impedir que se sentaran a contar historias sobre todo en la mañana cuando se suponía debían estar trabajando.
De manera que las verjas en mi barrio surgieron con un sentido estético más que de protección, que fue la otra parte de la historia que Alcadia no investigó.
Antes de las verjas, las puertas de las casas permanecían abiertas todo el tiempo. Los candados eran escasos, y eran utilizados para las empalizadas de las fincas. Cuando la familia completa se ausentaba depositaba en el vecino la responsabilidad de “echarle un ojo” a la casa.
Los días se pintaban de colores vivos sobretodo los domingos, la unidad y la alegría eran la brújula que guiaban los pasos al transitar por la vida.
Pero ahora todo ha cambiado; el miedo se ha mudado a nuestras vidas aposentando una paranoia colectiva en la psiquis de un pueblo libre y solidario.
En mi barrio ya las cosas no son como antes, las verjas tienen el mismo sentido que en cualquier otro lugar: protegernos de la delincuencia. Ahora negamos nuestra ayuda a alguien necesitada de ella por temor de lo que pase. Dudamos de todo y de todos.
Rodamos la mirada a todos lados al desmontarnos del vehículo y abrir la puerta del residencial. La casa posee más de cinco candados, las verjas se convirtieron en cárceles de nosotros mismos, estamos presos en nuestra propia casa.
Pasamos de sonreír a llevar la cara arrugada, el ceño fruncido y una mirada poco sincera al recorrer las calles. Los colores vivos de los domingos ahora son grises y tristes, inclusive en el barrio. Nos hemos convertido en seres egoístas que pensamos en el beneficio económico de cada acción y paso que damos.
No sé cómo llegamos hasta aquí, cómo el miedo nos ha cubierto el alma y ha hecho de ella un mediodía tórrido, el calor humano se nos ha ido de la piel y el frio de la indiferencia conduce nuestras relaciones. Esta ola de atracos y asesinatos se está volviendo viral.
No sé cómo llegamos, pero sí sé que en donde estamos no es el país que quiero. No contamos con una máquina del tiempo que nos regrese al pasado, pero tenemos personas que aún creemos en que las cosas pueden ser diferentes. Comencemos por cambiar nosotros. Valoremos más a las personas que a las cosas.
Regresemos al país de las caricias porque estamos tocando fondo.