Me fascina cuando leo o escucho a organizaciones empresariales o empresarios quejarse del maltrato y las críticas cotidianas que reciben en programas de radio y televisión, porque en gran medida esos medios existen debido a su patrocinio y sus anuncios. Los financian publicitariamente en la ingenua ilusión de que así personalmente se libran de sus ataques. Ignoran que individualmente no son ni han sido sus blancos, sino el sistema y como ocurre en Venezuela, bajo el chavismo que tanto exaltan esos programas, y todavía en Cuba, basta con desacreditarlo para de golpe y porrazo estigmatizar todo lo que él modelo representa, es decir el lícito negocio y el lucro natural que del trabajo y la inversión resultan.
Una vez le pregunté a un publicista si no le mortificaba la idea de que en un programa muy popular privilegiado por la publicidad de sus clientes se les atacara tanto y se profirieran tantas vulgaridades y la respuesta me sacó de la inocencia. Con toda la naturalidad del mundo me respondió que ninguno de ellos los escuchaba y su agencia sólo le reportaba de esas emisiones las cosas que los tranquilizaban. La cuestión es que sí los escuchan y lo sorprendente es que al parecer poco les importa, porque esos programas tienen ratings ya que el morbo del público los tiene en la cúspide de audiencia, y ciertamente muchos anunciantes prefieren la tranquilidad que les garantiza estar a salvo de sus menciones.
Esa realidad ha convertido el ruido y la vulgaridad en el camino más expedito e idóneo para triunfar en los medios electrónicos. Esto explica la razón por la que la chercha y la irracionalidad le ganan espacio a los programas educativos y culturales que apenas sobreviven por falta de publicidad e interés de los anunciantes, a los que sólo les interesa el rating. Una audiencia que miden los mismos que colocan las pautas, en una oscura complicidad reñida con las leyes antimonopólicas.