Es cierto que la prensa ha sido víctima de la intolerancia de quienes no creen en ella o la ven como un obstáculo a sus ambiciones desmedidas. Pero no es menos cierto que muchos ciudadanos, en la política, la farándula, el deporte y el gobierno, son con la misma frecuencia víctimas de los prejuicios y la incompetencia de quienes han encontrado en el ejercicio del periodismo un medio para exhibir sus mediocridades intelectuales. A menos que esté preparada para aceptar los más severos juicios sobre su papel, la prensa nacional, y en particular los periodistas, no estaremos en condiciones de contribuir eficazmente a la creación de un clima libre y sin prejuicios para el debate de las ideas, lo cual es fundamental para la democracia.
Los ejemplos diarios de intolerancia periodística son tantos como los que la prensa critica. Algunos amigos me cuestionan las razones por las que suelo con esporádica frecuencia reproducir o hacerme eco de las críticas, muchas veces agrias y subidas de tono, que recibo en mi dirección electrónica de lectores enojados por el contenido de uno que otro comentario en esta columna diaria. Lo hago porque pienso que la queja de ese lector puede ser el sentimiento de muchos otros y que si mi intención es propiciar un debate de las ideas, como una contribución al fortalecimiento de la democracia dominicana, actuaría deshonestamente frente a mis críticos que no tienen la posibilidad o el privilegio de dar a conocer sus posiciones en un medio importante.
Por supuesto, generalmente sólo presto atención a aquellos enojos expresados con un deseo serio de discusión. No cuando son el fruto del resentimiento o de la intolerancia, cuyo único interés es el de acallar voces para allanar el camino de la tiranía. Leer las críticas a mis ideas me hace sentir mucho más libre. Negar a los demás el derecho que reclamo sería una fatal incongruencia de mi parte.