En mis años de estudiante universitario (1951-1956), como era provinciano y pobre El Conde era una isla que cruzábamos en los carros del Concho para quedarnos fascinados con los restaurantes que ya desaparecieron salvo La Cafetera que es poco menos que inmortal. Para nosotros La Bombonera, El Ariete, el Hollywood o el mítico Gato Negro pertenecen a la prehistoria. Recuerdo que un día que nos atrevimos a entrar al Mario casi no nos atrevíamos a pedir un plato. Muchas gentes magnificaban lo que había sucedido en otros años, sobre todo la no menos mítica Grace de los Santos cuyos amores con el novivegano Luis Manuel Despradel (Luis Mac) se convirtieron en un río de palabras de los cuales algunas chorreras aparecieron en el suplemento Isla Abierta que dirigió Manolo Rueda.
Empero aunque no de una vez, pero a partir de 1959 mis visitas ya como cliente que podía gastar unos pesos donde Juan Chea en el Hotel Comercial, donde los chinos del Panamericano y el Roxy o más tarde, bajando por la Espaillat a Las Tres Rosas, sí que fueron mi iniciación bohemia condal capitaleña.
Dije que ese Conde era un río de literatura y es verdad. Uno podía encontrarse con casi una antología cualquier tarde o prima noche. Al principio mis amistades eran Juan Sánchez Lamouth y Manuel Valerio. Al lado de la Cafetera en el Jaialai si mi memoria no me engaña, al fondo entre humo de cigarros en plena bohemia pura, estaba Enriquillo Sánchez el vegano, el hijo del poeta seibano autor de Florescencia uno de los primeros libros de poemas en prosa en 1905, que fuera famoso abogado en La Vega, Juan José Sánchez (que sería también el padre del prominente penalista Héctor E. Sánchez Morcelo. cuya madre era maestra en mi pueblo de Pimentel en 1919 según el Censo de ese año), tocando su Casita de Campo o el Guardia con el tolete que coreábamos hambrientos de libertad y ebrios de ron y de poesía.
Poco a poco a partir de 1961 mi amistad con Freddy Gatón Arce, cuya oficina de abogados estaba en El Conde 15, me hizo rememorar con su hermana Thelma la infancia de ellos en Pimentel y en Santiago. Freddy fue engendrado por sus padres el farmacéutico Manuel Gatón Richiez y María Teresa Arce allá cuando recién casados don Manuelico instaló la Farmacia Pimentel frente a la estación del ferrocarril, pero como era primeriza fue a dar a luz a San Pedro de Macorís con el famoso doctor George, siendo bautizado por Fray Cipriano de Utrera a la sazón Párroco en esa ciudad. Cuando pasó el riesgo regresaron a Pimentel, en ambos casos mi padre que era el Comisario fue con don Manuelico a Sánchez y luego a buscarlo. Papá me contaba que Freddy había sido el muchacho más díscolo que hubo alguna vez en mi pueblo, al extremo de que apenas con cinco o seis años había que llevarlo y sentarlo en el sillón del Comisario a darle órdenes a los policías, solo así se tranquilizaba. En 1928 pensando que el medio era pequeño para el futuro de sus hijos además de los citados, Jordi y Gisela, vendieron la farmacia y se mudaron a Santiago. Más tarde, Freddy le dedicaría un libro de poemas a la aldea de su infancia: ‘Son Guerras y Amores’. De ahí que a nadie extrañe la casi ausencia del mar en sus versos y la nostalgia viva de los ríos y los manantiales “de mi pueblo”.
De modo que fue un encuentro cuarenta años después entre dos hijos de viejos amigos. Recuerdo que era por un asunto legal y Freddy cuando vio el caso me dijo: No podemos quedarle mal al viejo Mora.
De entonces hasta su muerte no solo nos bebimos el Conde, el Vizcaya, La Mesa Cuadrada en la San Martín, sino a más de medio país hablando de poesía sobre todo.
Volviendo a la calle que una vez dije que era la única que tenía el país, en ella había muchos fijos, como recuerdo en su esquina de la José Reyes a Vigil Díaz, ya anciano; otro de ellos era Manuel Llanes, que fue de mis amigos o Franklin Mieses Burgos a quien visité en 1956 para mostrarle unos versos y fue el primero con calidad para ello que me dijo que era poeta, enviándome al Caribe que estaba, como es natural, al principio de aquella calle que entonces nos parecía tan larga y don Rafael Herrera en el suplemento me publicó ese y luego otros poemas y artículos siendo ese mi inicio formal en el periodismo (aunque desde joven tenía un periodiquito primero manuscrito y luego a maquinilla que se llamaba La Deportiva, en el cual lo menos que hablaba era de deportes).
Estoy esbozando esos recuerdos en ocasión de la Feria del Libro tan mojada de este año, porque siempre me atacan mis amigos pidiendo que los escriba, en especial de mis contactos con tantos poetas y prosistas que ya no están.
Por hoy me quedaré recordando a Manolo Llanes. Es un caso: Fue miembro del Postumismo, pero cuando surgió la Poesía Sorprendida fue uno de los más entusiastas, mientras Domingo Moreno Jimenes no continuó, él sí, formando con Rafael Américo Henríquez el único dúo lírico de ambos movimientos. Llanes vivía en la Arzobispo Portes cerca de la Hostos donde fue vecino de juventud de Moreno Jimenes, de modo que siempre con saco y corbata como era la tónica de las personas de su tiempo, estaba desde temprano en El Conde, regularmente alguien lo invitaba a comer. Recuerdo mi primera invitación. Fue al Panamericano, yo andaba con unos pesos, por eso pude decirle: Escoja poeta lo que quiera comer. Miró el menú, con sus ojazos de pesados párpados como los de Budha, me miró y me dijo con el dedo, no se atrevió a decirlo de palabra, señalando un plato de langosta al ajillo. A lo mejor durante años tuvo ese sueño, de modo que le dije que sí, pidiendo otra para mí. El plato costaba seis pesos, una pequeña fortuna entonces: Si por una buena obra se gana el cielo, creo que empecé a ganarla ese mediodía con Llanes: Nunca he visto a nadie más feliz frente a un plato de comida, salvo él mismo como contaré más adelante.
Otro día lo invité a los Helados Imperiales, le dije que pidiera lo que quisiera. Nunca he visto a nadie (ni yo de niño la primera vez que mi madre me trajo a esta ciudad en 1937, cuando tenía 4 años que me deleité comiendo esa extraordinaria ricura que no pude luego comparar con nada), comer con el demorado deleite que lo hizo Llanes. Cuando terminó se sintió en el deber de hablar de poesía. Me dijo: Yo escribo un poema por año. Mis versos son partos de elefantas. Me declamó en voz baja su poema El Fuego como una forma de pagarme la invitación. Luego le dije que a mí me parecía que Marcha Triunfal de Rubén Darío tenía el ritmo de La Marsellesa. Se detuvo en seco y de pronto comenzó a cantarla en francés ante la admiración de los demás, diciéndome sí, sí: ¡Ya viene el cortejo!/ Es como el Responso a Verlaine si se dice como un sacerdote católico en latín, con el mismo cantaíto: Padre y maestro mágico liróforo celeste/ que a la siringa agreste diste tu acento encantadooor… ¡Ese Rubén era un mago!
Años después lo invité a comer un sancocho cibaeño en la casa de unos amigos. Subimos por la calle Hostos y fuimos a la cita. Aquello fue de novela. Me contó que de él se enamoraban las mujeres, que ahsta lo raptaban para llevarlos a sus casas. Que era un amante extraordinario. Nos hizo historias, contó cuentos. En fin, la pasamos de maravilla bien rociados de ron del norte nuestro y al comer un sancocho de verdad, con todos los requisitos cibaeños de rigor, sin salsa de tomates ni colorantes, puro sancocho prieto “color de tu carne” como dice el viejo merengue, me asusté al verlo comer tanto.
Ocurre que más tarde Mario Ortega en San Francisco de Macorís me dijo que lo invitara junto con otros poetas a su finca de La Reventazón y cuando le dije a Llanes que estaba invitado, que lo llevaríamos, que a comer un chivo en una finca: Se quedó mirándome y como si soñara con el manjar me dijo: “Un Chivito en el Cibao” con la mirada vaga de quien al fin irá al paraíso. Pero el viaje no se dio.
Finalmente supe cuando Joaquín Balaguer lo pensionó con cien pesos mensuales, asombrado y agradecido solo dijo: ¿En qué voy a gastar tanto dinero?
Otros días de soles o lluviosos como estos, seguiré desenterrando memorias literarias para ver si así respiramos un aire fresco en este mundo al borde del colapso apocalíptico nuclear.