En ocasión de la sentencia del Tribunal Constitucional en el país se ha puesto de manifiesto una extraña noción de patriotismo de sello ultraconservador que, en nombre de la patria y sus “valores”, apela a lo más oscuro de nuestra tradición como comunidad política. El discurso del odio y el denuesto, la descalificación del oponente y la ofensa como herramienta única de la contienda pública, la intolerancia llevada a grados de extrema virulencia, son sus marcas distintivas.

No se discuten los temas técnico-jurídicos de la sentencia y sus implicaciones. Se convoca un fantasma: el peligro de la disolución nacional, y una mitología: la de los traidores a la patria y los que conspiran contra el Tribunal Constitucional. Hasta propuestas para llevar a la categoría de crimen contra la patria a eso que se presenta como cosa normal en cualquier sociedad de mediana intensidad democrática: el derecho a pensar distinto, a expresar esa forma distinta de pensar y, sobre todo, a actuar en consecuencia.

La política de Estado de la desnacionalización adopta, desde la óptica de esos grupos, los ropajes de un acto de supremo patriotismo cuya finalidad radica en la defensa de la identidad de la patria amenazada. La amenaza proviene de un incontenible, caótico e irresponsablemente propiciado flujo migratorio en el que, eso sí, nadie tiene responsabilidades que asumir en el ámbito local. ¿Alguien ha exigido cuentas a las actuales autoridades de migración por colosal fracaso de sus ejecutorias? Ni siquiera la diatriba del grupo político que controla esta entidad estatal puede opacar tal fracaso.

Cuando se mira en perspectiva esta forma de proceder, descubrimos que en ella no se expresa nada nuevo. Esa visión reproduce los mismos valores antidemocráticos y de desprecio real por el interés nacional que encontramos en el que fuera quizá su primer adalid: el General Pedro Santana. Desconfiado siempre de las posibilidades de autogobierno del país, lleva a cabo la odiosa empresa de la anexión a España. Los traidores, sin embargo, fueron los otros, los que derramaron su sangre, los que fueron a la tumba o al exilio por el crimen de oponerse a su oscuro designio.

De los grupos que hoy replican esa paradójica forma de proceder, se puede decir lo que Luperón del primer déspota de nuestra vida republicana: “Para el General Santana, la libertad del siglo XIX era el rayo que calcinaba su frente y fatigaba su espíritu. La democracia lo asustaba como el desierto al peregrino y el liberalismo era su horror. Jamás pudo levantar su espíritu sobre las tinieblas de su tiempo ni seguir los adelantos de la civilización. Para él, la verdadera política consistía en la autocracia, y el despotismo fue su cetro.

Los nacionalistas de nuevo cuño, los que ponen sus intereses por encima de la justicia y los derechos, los que creen en la ilusión de que puede sobrevivir la patria aunque naufrague su constitución nos hablan de Duarte; pero es aquel General de horca y cuchillo, -el que hizo condenar por traidores a la patria a sus mejores hijos- el estandarte de su discurso y sus actuaciones.

La incitación al odio y a la división nacional es una aventura peligrosa que tiene el maléfico poder de, como ha dicho la Diputada Minou Tavárez Mirabal, sacar lo peor de nosotros. Ese discurso, y las prácticas a que incita, deben cesar. Hay demasiada sangre derramada, demasiado llanto y división en la historia de nuestro pueblo para que no aprendamos sus lecciones. Recordemos de nuevo al General Luperón sobre Santana: “…no podía esperar tranquilidad en su vejez. Entre la vida sosegada y él, había mucha sangre innecesariamente derramada, que caía gota a gota sobre su conciencia sin poderla borrar de su mente. Sangre que no podía lavar aunque derramara la suya propia por causa de sus numerosas víctimas. Él había sido implacable, y su tiranía se había nutrido con sangre de sus compatriotas, y la sangre no se borra con la sangre”.

La necesaria unidad del país no la encontraremos jamás en un discurso “patriótico” cuya vigencia se nutre de la división, el mito y el resentimiento. La única patria posible es la que hunde sus raíces en ese núcleo de valores y principios consagrados en la constitución. En los tiempos que corren no hay patriotismo sin lealtad a la constitución, y la constitución apela a la dignidad humana, el pluralismo, la igualdad, la justicia, la solidaridad, la democracia y el imperio de la ley. Sólo en estos principios podremos encontrar los elementos de unidad y cohesión que necesita nuestro país. Lo demás es una obstinada y peligrosa apuesta por un pasado que demasiada amargura nos ha dejado en herencia como para que permitamos su retorno.