El rosario de agravios de la Ciudad Colonial (aparte de calles bendecidas con nombres de figuras execrables) incluía, entre otras cosas, la destrucción de numerosas edificaciones que en la época del Jefe inolvidable eran declaradas peligro público para dar paso a modernas aberraciones urbanísticas que todavía existen.
La ciudad romántica, el proyecto de remodelación de La ciudad romántica, fue siempre el sueño de la razón de un monstruo, lo que soñó de niño un sádico vesánico, el heredero del Jefe, un burdo sueño.
El heredero, que también soñaba con sangre desde niño, nunca tuvo una visión de conjunto, una idea global de rehabilitación y rescate de la zona. Se limitó a remodelar unos cuantos palacios, reconstruyó unos lienzos de muralla en la avenida del puerto y derribó parcialmente el de la parte delantera de la fortaleza de Ozama para poner al descubierto el original. La operación sólo dejó en pie la patética muralla almenada decreciente que hoy se aprecia o desprecia. Sin saberlo, o sin importarle, el inefable restaurador hizo derribar casi dos siglos de nuestra breve historia, derribó parte integral de la última obra que, junto con la puerta actual (el imponente portal de Carlos III), fuera construida por los españoles en Santo Domingo a fines del siglo XVIII. Derribó el restaurador un trozo de muralla que había sido erigido precisamente en función de la nueva puerta, un ingenio arquitectónico y poético con ventanas enrejadas que parecían una prolongación de las de la Casa de Bastida. Derribó, en fin, la armonía, el sentido de las proporciones, rompió el equilibrio del entorno, la poesía arquitectónica de aquel gracioso ingenio con ventanas enrejadas que en nada asemejaba al de un recinto militar.
El proyecto de remodelación de La ciudad romántica nunca incluyó el rescate de la populosa barriada de Santa Bárbara, que fue aislada de la Calle de las Atarazanas con un muro de vergüenza o desvergüenza para ocultar la pobreza. En cambio se procedió a la construcción del ominoso palacio del príncipe detrás de la catedral, se anunció la destrucción de las formidables edificaciones de la Avenida España en la prolongación de la Calle Isabel la Católica (antigua Calle del Comercio que fue agraciada con el nombre de una loca madre de Juana la loca) y se erigieron monstruosos edificios de estacionamiento en esta misma calle y la de El Conde. Las dos más notorias aberraciones urbanísticas de la ciudad colonial.
Lo peor, pensó el cronista en su despacho del Palacio de la esquizofrenia, no había pasado todavía, estaba pasando desde los últimos tres años y parecía interminable. El último y más ambicioso plan de rescate de la Ciudad Colonial (que en el fondo estaba en manos de la iglesia y una conocida familia de depredadores), la había convertido en una especie de territorio comanche. En sus principales calles habían removido con maquinaria pesadas todo el material de aceras y pavimento, y grandes trincheras habían sido abiertas longitudinalmente para soterrar la luz y otros servicios públicos. Como consecuencia, los cimientos de viviendas que en muchos casos tenían casi quinientos años habían sido seriamente comprometidos, y el llamado Hotel Francés, un tesoro arquitectónico, simplemente había colapsado.
En el nuevo diseño vial han desaparecido las aceras. Un generoso espacio peatonal destinado a turistas futuristas y limitado por bolardos metálicos contrasta con la estrechez del espacio para el tránsito de vehículos. La mayoría de las áreas de estacionamiento han desaparecido. La ola de asaltos recrudece y nadie vela por la seguridad de los vecinos. El antiestético y peligroso cableado colgante del tendido eléctrico, que amenaza a los pasantes desde los decrépitos postes de luz, permanece intacto.
El prolongado cierre de las vías llevó a la quiebra a numerosos comerciantes y llevó a muchos pobladores a la desesperación. El nuevo diseño no mejora las cosas, las pone en perspectiva. La novedad del proyecto parece consistir en hacer imposible, en seguir haciendo imposible la vida de los habitantes de la Ciudad Colonial y de toda la zona intramuros en general, provocar una estampida, que de hecho había empezado, para adquirir valiosos inmuebles a precio de vaca muerta.
El abandono de oficinas de abogados y dentistas, agencias publicitarias y locales de alquiler era notorio. Notorio era el acoso, los procedimientos judiciales de desalojo, el expolio, el éxodo de familias que se veían obligadas a ceder un espacio en el que habían echado raíces y paro de contar. La Ciudad Colonial había sido tomada, estaba siendo tomada por asalto, como aquella casa del famoso cuento de Julio Cortazar. El propósito mal disimulado consistía, como se ha sugerido, en obligar de uno u otro modo a la población a evacuar el histórico centro.
Era un mal día. El cronista se juró que no volvería al Palacio de la esquizofrenia, no volvería posiblemente a comulgar con sus habituales compañeros de tertulia, extrañaría a tantos otros parroquianos del hastío. Ahora le repugnaba el ambiente de los alrededores, no se sentía a gusto, se sentía un extraño en esa ciudad colonial artificial. Vomitaba su mala leche contra la iglesia y la oligarquía, la lumpen oligarquía lilisista.
Hoy no se encontraría, por suerte, con el intratable director del prestigioso libelo cultural de mayor circulación en la zona y nunca más se encontraría con el presuntuoso y excéntrico Pedro Peix, uno de sus mejores enemigos íntimos. Un infarto fulminante o algo parecido había silenciado su voz, la voz de un rebelde intransigente que aún tenía mucho que decir. La misma epidemia de infartos se había llevado al queridísimo Harold Priego, a Guido Riggio Pou, y a punto estuvo de llevarse a su inapreciable cofrade publicista, el catalán de apellido sicalíptico.
Él mismo descubriría cualquier día que su fecha de expiración estaba venciéndose o se vencería de repente sin previo aviso. Él también podría estar un día de estos ocupado muriéndose.