El cronista amaba sin remedio, casi sin esperanza, el marchito esplendor de la ciudad colonial, la dignidad de sus calles perfectamente trazadas, tiradas a cordel, la sobria y desdibujada arquitectura de sus iglesias, palacios y palacetes, la exuberancia claustral de los jardines interiores, sus armoniosas y desfiguradas plazas y parques, y quizás, sobre todo, el misterio recóndito de ciertas callejuelas, casonas y callejones, la poesía resonante del Callejón de los curas.
Amaba irracionalmente, con la misma ilusión desencantada, incluso el despojo de lo que fue, lo que había sido la ciudad colonial. Tesoros arquitectónicos en ruinas, techos y fachadas de edificaciones coloniales y republicanas cayéndose a pedazos, postes decrépitos cayéndose sin ruido, colgajos de cables del tendido eléctrico casi a nivel del suelo, cuadras enteras desvencijadas, arrabalizadas, sucias, superpobladas, vecinos que sobreviven en condiciones miserables, entre el olor de cloacas y letrinas, entre el reino de la mugre y la pestilencia, recovecos infames, montones de basura, desperdicios e inmundicias, cosas muertas. Casas y cosas muertas.
La santa madre iglesia, en virtud de graciosos decretos presidenciales, se había hecho dueña de algunas de las áreas más valiosas y mejor conservadas, el corazón de la ciudad colonial. Extendía sus tentáculos hacia el sur de la catedral y las cercanías de la calle Las damas, las había convertido en cementerio eclesiástico. Allí donde hubo música, escuela de karate, galería de arte, restaurante, allí donde hubo vida había ahora un silencio abrumador de tumba, un territorio zombi, inhabitado. Opulentas viviendas coloniales permanecían cerradas como quien dice a cal y canto. El auditorio del arzobispado, antiguo cine de las fuerzas armadas, cerrado como quien dice a cal y canto. En un tramo de la calle Las Damas, el mismo que discurre brevemente frente a la fortaleza de Ozama, la soledad impone por igual sus dominios, la soledad sin fondo de la calle Las Damas. La primera calle europea en esta parte del mundo, vieja y cansada, abandonada, convertida también en cementerio eclesiástico.
La santa madre iglesia se había apropiado de bienes muebles e inmuebles, calles e incluso nombres de calles, que es peor. Muchas de las arterias de la zona honraban la memoria de héroes, intelectuales y próceres, pero otras se deshonraban con los nombres de controvertidas figuras de la misma santa y gloriosa institución.
Precisamente, a un costado del Palacio de la esquizofrenia (donde se encuentra ahora el cronista, rumiando su mala leche) corre una vía consagrada a un eminente arzobispo y orador que se limpió el trasero por lo menos con el quinto y el décimo mandamientos. En el breve ejercicio de la presidencia de la república, se destacó por intolerante y fusilador. En su vida privada, que fue bastante pública, ganó fama como semental. Era, de hecho, un lujurioso incurable, un seductor implacable que reprodujo su estirpe en el seno de familias patricias.
Otra importante calle lleva el nombre de otro arzobispo que también fue presidente, un presidente títere, y otra el de otro arzobispo que traicionó la causa independentista, haciendo causa común con el colonialismo, sin olvidar sus servicios al despotismo: “La excomunión de Duarte y los Trinitarios y la amenaza de excomunión para los que no votasen por Pedro Santana”.
Al peor de todos, un simple padre, lo honran una calle y una plaza, una estatua benévola de filántropo con la diestra apoyada sobre el hombro de un niño. “Ay Dios mío -dijo el ilustre prócer- el pervertido bajo la sotana del santo”. El filántropo amaba a los hombres, por supuesto, pero sobre todo a los niños. “El sotánico satánico” diría Neruda. “Sotanás en persona”, digo yo.
El cronista alcanza con la mirada la placa de metal con el nombre de la calle que pasa junto al Palacio de la esquizofrenia, a pocos metros de distancia de la mesa que ocupa. Lo pronuncia en voz baja, con un gesto de disgusto, como si fuera un purgante. Y en realidad es un purgante. Un purgatorio.
A Guido Riggio Pou, en memoria