En el artículo publicado por este medio el pasado 23 de noviembre titulado “Sumas y restas del reconocimiento UASD a sus primeros Ingenieros Agrónomos egresados” intenté reseñar de manera abreviada las peripecias y ocurrencias suscitadas durante la protocolar celebración del cincuentenario de ésta efeméride, de gran importancia en el mundo académico y laboral de la agropecuaria dominicana.

Por razones de espacio, aunque no de tiempo, omití en el mismo la descripción de algunos pormenores que si bien eran accesorios con respecto al acontecimiento en sí, no carecían de interés sobre todo para quienes resultan atraídos por la huella que algo tan imperceptible como lo es el paso de los años dejan sobre las personas, el contexto en fin, en las cosas.

En primer lugar constatamos que a los colegas a ser reconocidos se les citó como punto de encuentro la Rectoría de la UASD. Como en sus años de estudios ésta se encontraba a la izquierda del Alma Mater, una gran mayoría allí se concentró. Los mismos debieron ser rescatados y conducidos al noveno nivel de la Torre Administrativa donde está actualmente localizada. En medio siglo muchas cosas han cambiado.

Atendiendo también a razones inmobiliarias, muchos condiscípulos resultaron sorprendidos al llegar a Engombe – al oeste de la ciudad – por edificaciones como el edificio de aulas, el Bioterio, laboratorios de predatores, viveros, así como también por la apertura de nuevas áreas verdes, plazas e infraestructuras inexistentes en los años sesenta de la pasada centuria. Cosas veredes.

Debemos resaltar el espectacular emplazamiento de la Sala de sesiones del Consejo Universitario donde tuvo lugar el académico reconocimiento, que al estar ubicado en un noveno piso ofrece una panorámica excepcional del mar Caribe y de la zona sur de la ciudad. Viendo esta marina inmensidad y el colonial sector, los miembros del referido Consejo deben tomar decisiones más sensatas y ponderadas.

No sé por qué el avistamiento en el acto de la Lic. Clarita Joa, prima de la colega Violeta a la cual enviaría a Miami las fotografías que tomaba, nos retrotrajo a la época de estudiantes cuando por causas diversas interactuaba a menudo con los miembros de la promoción. Su aún afiligranado aspecto, su dinamismo de geisha oriental y su curiosidad siempre al acecho de algo, hicieron que nostálgicamente nos remontara a un tiempo ya pasado.

Aunque el ex presidente agrónomo Hipólito Mejía instituyó durante su mandato la informalidad en el vestir – chacabanas sí, trajes no –, hay eventos que por su solemnidad reclaman a sus asistentes el uso de flus o flux. En el caso de ignorar la pompa o las reglas del buen vestir, sentimos a menudo la exigencia de rendirle respeto a la institución o a los demás, siendo el traje la indumentaria apropiada.

El colega Marcos Cabrera se llevó la palma entre todos los egresados correctamente vestidos al portar un traje de coloración azul cobalto que parecía ser cortado en Savile Row el sitio de Londres donde están domiciliados los mejores sastres del mundo. Nicolás Concepción como siempre con su rigurosa formalidad también se destacaba. Los demás reconocidos fuimos indiferentes a la solemnidad del ceremonial.

Al momento de agruparnos en la parte media del referido Salón y por estar sentado en la última fila, el autor de esta crónica pudo ser testigo de visu de la apariencia tanto frontal como dorsal de cada uno de mis compañeros de pupitre, y en el transcurso de nuestra atenta y paciente observación nos convencimos una vez más que 50 años es un instante para la humanidad pero toda una vida para cada hombre en particular.

Las cabezas que en los años sesenta de la pasada centuria estaban recubiertas por abundante pelo negro o castaño, ahora las veíamos capilarmente casi despobladas y tanto la canicie como la calvicie hacían grandes progresos. Antes, si estando de espaldas le tocábamos un hombro a un condiscípulo para llamar su atención, sólo giraban el cuello para escucharnos, en tanto que ahora, para hacernos caso lo hacían virándose por completo.

Salvo excepciones, parece ser que en nuestra clase profesional la coquetería y la vanidad no logran sentar sus reales, pues en los compañeros revistados el pelo teñido, los peluquines, implantes, bótox y la vestimenta de corte vanguardista estaban ausentes. Tampoco sus sentidos se veían menoscabados por la inexistencia en sus testas de prótesis auditivas, lentes oftálmicos y otros accesorios sensoriales.

Aunque las intervenciones quirúrgicas y los tratamientos médicos nos han pasado y nos siguen pasando facturas, ninguno de los 14 colegas septua y octogenarios allí convocados portaban un andador o bastón; debía ser asistido por alguien para desplazarse; mostraban por lo general la misma dentadura de antaño; no necesitaban una cánula para hablar, ni zapatos ortopédicos para corregir padecimientos locomotores.

Los envejecientes que asistimos no ofrecíamos en conjunto, y por suerte, el lamentable espectáculo de una congregación perteneciente a un ancianato o a un hospital geriátrico, no estando en su mayoría acogidos a una vida sedentaria, ociosa sino más bien, en un persistente activismo interesándose además por cosas y asuntos que en ocasiones no pertenecían al campo de su profesión y que desconocíamos en los años universitarios.

Como punto final y a pesar de los pesares, deseo con sinceridad agradecer y felicitar a los colegas de promoción presentes en el reconocimiento; a los que por diversos motivos no pudieron asistir; a los familiares de aquellos por quienes ya doblaron las campanas, así como también a las máximas autoridades de la UASD, ex decanos de la FCAV y a los amigos que nos acompañaron en esta significativa conmemoración.