Washington, D.C., calle 16 del Noroeste, Kenesaw Building, Mount Pleasant. 9:00 AM.

-¡Qué tragedia más grande!- exclamó el gigante.

-He venido a felicitarle por el triunfo de su tocayo- fue mi saludo.

-¡Qué tragedia más grande para la juventud dominicana!- repitió el gigante.

Si hubiera nacido en el Oriente cubano lo hubieran confundido con Antonio Maceo, el Titán de Bronce, hijo de la dominicana Mariana Grajales. Sin embargo, este otro titán nació en San Pedro de Macorís, serie 23, la  imagen fiel de su primo hermano materno, el titán de acero de nuestro deporte nacional,Tetelo Vargas. Se parecían tanto que podían pasar por gemelos.

-No me felicites, más bien dame el pésame porque esta noticia me perturba- dijo.

– Ese triunfo será una tragedia para la juventud dominicana. No olvides mis palabras.

El gigante había sido asistente de su “tocayo”, desde cuando ambos laboraban en la Secretaria de Educación durante la dictadura trujillista. Lo conocía como la palma de su mano. Estaba  jubilado y por esos días residía en Washington con su esposa, porque sus hijos estaban casados y desperdigados entre Santo Domingo y Nueva York. En su hogar yo me sentía como en mi propia casa y, junto al del maestro Primitivo Santos, era el único lugar donde podía comer arroz blanco y habichuelas coloradas al estilo dominicano. El sazón era inconfundible y allí me sentía a mis anchas.

-No lo entiendo. Explíqueme por qué el triunfo de su tocayo en las recientes elecciones presidenciales constituye una tragedia para la juventud dominicana.

-Debió haberse consagrado a la enseñanza como catedrático universitario. En eso no hay quien le gane. Sin embargo, en política será un desastre  para la juventud dominicana. Miles de jóvenes serán asesinados a mansalva y él no hará nada. No se responsabilizará con nada ni con nadie. Para él todo será una gran página en blanco. Es el hombre más irresponsable que ojos humanos hayan visto. Ya lo verás.

Así me dijo el gigante, como Isaías profetizando desde las murallas del templo en Jerusalén. En ese momento sus palabras fueron incomprensibles para mí.

Pasaron y vinieron los años y, poco a poco, comencé a comprender el significado de sus palabras. De hecho, éstas se iban interpretando a sí mismas al filo de los acontecimientos cotidianos allá en la patria lejana.

La última vez que lo ví fue en la Iglesia de Las Mercedes, en Santo Domingo, dos días después del asesinato de Goyito García Castro. Estaba sentado detrás de mí durante la misa y me susurró al oído: “¿Te acuerdas de mis palabras aquella mañana de sol, en Washington, D.C., con aquellos cerezos japoneses florecidos como nuestros únicos  testigos? ¿Te acuerdas?”

El nombre del gigante era el de Manuel Joaquín Báez Vargas, Oficial Mayor de la Secretaría de Educación por varias décadas. El nombre de su “tocayo” era el de Joaquín Balaguer Ricardo, presidente dominicano en seis diferentes ocasiones, por casi un cuarto de siglo. El año de nuestro encuentro en Washington fue el de 1966. Lo demás es historia patria. Una gran tragedia para la juventud dominicana, a pesar de todo lo demás. Una tragedia incomprensible e innecesaria. Miles de jóvenes fueron asesinados durante ese cuarto de siglo y él jamás se responsabilizó con nada, incluyendo  a los asesinatos a mansalva del Coronel de abril, Francisco Alberto Camaño Deñó, de Amín Abel Hasbún y  de aquellos cuatro héroes conocidos como Los Palmeros (Virgilio Perdomo Perez, Bienvenido Leal Prandy, Amaury Germán Aristy y Ulises Cerón Polanco). A lo más que llegó fue a admitir que toda aquella barbarie se debió a “fuerzas incontrolables”  (hipérbole de la irresponsabilidad personificada, tal como había profetizado el gigante). De hecho, escribió un libro en cuyo centro se destaca una gran página en blanco, refiriéndose al asesinato de Orlando Martínez, pero que podría ser el símbolo por antonomasia de un cuarto de siglo de exterminio irresponsable de la juventud dominicana.