El votante, sin duda, es el epicentro democrático, eje central sin el cual no funciona la democracia.  Atentos a ese electorado viven los políticos.  El candidato moldea ideologías, modifica programas y cambia propuestas para seducir al electorado. En esa tarea no hay verdad, ni mentira, ni consideraciones morales. Esta es una realidad prevaleciente en las democracias de occidente.

Por eso, ante la cercanía de unas elecciones, las masas, y los esfuerzos para manipularlas, superan propuestas programáticas, opinión pública, críticas de intelectuales o de colectivos religiosos.  Estas tienen un valor efímero mientras se sopesa el sentir de la militancia y las herramientas de persuasión de que disponen.

Si en un momento determinado, el aspirante se convence – a través de encuestas y de sus estrategas – que puede asegurarse una mayoría, desdeñará cualquier opinión contraria y se olvidará del futuro de la nación. Hará caso omiso. Se llevará de encuentro a todo el que trate de atajarlo.

El mundo observa incrédulo cómo el presidente de la “gran democracia norteamericana” miente, le importa el disparate, enfrenta poderes del Estado, y viola reglamentos de su investidura. Trump y su partido tienen – así muestran una y otra vez las encuestas – la seguridad que les otorga un 40% del votante americano, que le apoya sin cuestionar su particular y retrógrada forma de gobernar. Satisface un importante segmento de sus compatriotas que podrían ayudar a reelegirlo.

En Estados Unidos no se compra directamente el voto; sí indirectamente, a través de la estabilidad económica. Mueren las ideas y manda el estómago lleno. Fuera de las satisfacciones consumistas, lo demás es “peccata minuta”, cosas sin importancia. Eso es bien conocido por los republicanos. El voto manda, no importa si se hace de gánster o descerebrado. Aquí sucederá lo mismo.

En estas semanas, ha gritado muy alto la sociedad civil y la iglesia contra la reelección, la permanencia del PLD en el poder, y el cumplimiento de los reglamentos electorales (la masa no ha protestado). Pero resulta ser, que si la seguridad de volver a hacerse con el mando la tienen clara los que gobiernan, esas críticas se convierten en necias vocinglerías para ellos. Llueva, truene o relampaguee, intentarán seguir en palacio.

“Una cosa piensa el burro y otra el que lo apareja”. La sociedad dominicana trata de aparejar a un burro que, una vez convencido de adonde quiere y puede ir, comenzará a patear a todo el que le moleste, y trotará relinchando sin sentir el aparejo.

Si los ciudadanos son sobornables, manipulables, apáticos, sin principios, y proclives al caudillismo; y si los estudios y sondeos muestran claramente que estas taras sociales favorecerán al grupo que hoy gobierna, pelearán con trampa y dinero para atraparles el voto.

Esa mezcla de anomia social y corrupción sólo es superable con opositores capaces de convencer al ciudadano de que está en juego el colapso de una democracia que comenzábamos a conseguir colectivamente. Y también la tranquilidad social y económica de por lo menos un par de generaciones.

Pero es muy posible que al votante no le importe lo transcendente, que esté a la merced de los inescrupulosos pragmáticos de la “realpolitik”; dispuestos a quedarse con la presidencia al margen de la constitución y las leyes electorales.  Tristemente, quienes irán a las urnas, “la mayoría”, podrían tan solo estar interesados en un pica-pollo, una cerveza, y un bailecito de bachata. El PLD lo sabe.