La noche del pasado jueves registró un fulgor memorable en el claroscuro nacional.  En un acto celebrado en la UNPHU salió a la luz pública la obra que será, sin duda, ungida como la mejor historiografía de nuestra vida republicana. ¨Historia de la Nación Dominicana¨ presenta una narrativa tan impecable de acontecimientos que los perfiles de sus protagonistas brotan con meridiana claridad.  Por la profusa documentación de las fuentes y los inéditos hechos que revela, esta monumental obra podría redefinir parte de nuestra proceridad.

Producto del laborioso economista, eminente abogado y docto historiador Leonardo Conde, la enjundiosa obra está pautada en tres tomos.  En el acto del jueves solo salieron los dos primeros, los cuales cubren desde los preparativos de la proclamación de la independencia hasta los albores de la dictadura trujillista.  Pero la lectura de las 800 páginas de cada uno permitirá esperar pacientemente por el tercer tomo.  Mientras, conviene enjuiciar la posición del autor, vertida en la sesión de preguntas y respuestas, de que los restos de Santana no deben estar enterrados en el Panteón Nacional, la morada final de nuestros más destacados héroes.

La cuestión ha sido controversial desde que en el 1975 el Presidente Balaguer decretó el traslado de esos restos al Panteón. (Antes habían estado en la Fortaleza Ozama, la Iglesia de Regina, la Catedral de Santo Domingo y el Ayuntamiento y luego la parroquia de El Seibo.)  Cuando en el 2015 la Cámara de Diputados consultó a los seibanos se manifestaron las dos corrientes que avalan la controversia: una considera a Santana una figura clave de la proclamación de la independencia mientras otra lo rechaza como caudillo, dictador, traidor y asesino.

El ensañamiento contra Santana es entendible. El fusilamiento de Rosa y Vicente Duarte, Maria Trinidad Sanchez, Jose Joaquin Puello, Francisco del Rosario Sanchez y otros próceres independentistas merecen  el escarnio de cualquiera.  Igualmente, su desfiguramiento de la primera Constitución de la República para convertirse en dictador, sus tratativas de anexar la república a Francia y su éxito con la anexión a España deben ser repudiados por quienes aquilatan el valor de la nacionalidad.  Nada mayor afrenta al ideal duartiano de una patria libre, soberana e independiente de toda dominación extranjera.  Recientemente, el Diputado Fidel Santana ha prometido introducir un proyecto de ley, propuesto por el colectivo Juventud Duartiana, para sacar los restos de Santana del Panteón.

Pero también es cierto que Santana jugo un papel crucial cuando, enfrentados con la ominosa perspectiva de una masiva invasión haitiana para reocupar el suelo patrio, la Junta Gubernativa no encontraba el líder que pudiera enfrentarla al mando de los ejércitos.  Su valiente actuación como líder militar de los combates cruciales del 19 de marzo, Las Carreras y otros escenarios de guerra es incuestionable.  Y su deseo, compartido por Bobadilla y otros patriotas, de separar de Haití a la naciente república también lo es.  Aunque su presidencia fuera sangrienta y sus actos contrarios al ideal duartiano, sus ejecutorias durante los primeros doce años de nuestra existencia le dieron cuerpo y consolidaron a la emergente nacionalidad dominicana. 

Es esta dualidad de cualidades históricas lo que hace indispensable fijar, para las generaciones futuras, unos criterios de proceridad que permitan decidir quién debe y quien no debe residir para siempre en nuestro Panteón Nacional.  Son incontables las figuras de nuestro pasado republicano que exhiben luces y sombras en su proceder. (Hasta a Luperón se le endilga, en detrimento del postulado que lo erige como otro Padre de la Patria, haberse apropiado de las Aduanas de Puerto Plata para beneficio propio y de haber cobrado 9,000 pesos para liberar a 221 soldados españoles que estaban presos en Santiago al concluir la gesta restauradora.)  Para ello es imprescindible comenzar por definir lo que debe ser un prócer.

Un prócer es un hombre –o mujer—ilustre que se ha destacado en la vida de su pueblo por sus aportes en los ámbitos militar, político, artísticos o de otra índole.  (Por ejemplo, recientemente la BBC designó a Simon Bolivar ¨el americano más prominente del siglo XIX¨ porque liberó 6 naciones y  fue jefe de estado en 5 de ellas.)  ¨La figura del prócer puede entenderse como un héroe nacional. Su exaltación tiene varias dimensiones. Es una forma de recordar la historia a través de sus personajes más destacados.¨  Por otra parte, el prócer es un referente social y un ejemplo a seguir.¨ Según esta definición, los próceres son también referentes morales.

Un gran problema que confronta esta definición es que diferentes épocas tienen diferentes códigos morales.  Por ejemplo, el fusilamiento de enemigos políticos era una práctica común en las primeras décadas de nuestra historia, mientras ahora tal cosa se consideraría anatema.  De igual modo, un estilo autoritario o dictatorial de gobierno podría ser aborrecido en tiempos modernos, pero nuestras primeras décadas estuvieron repletas de actos cónsonos con ese estilo.  Los movimientos guerrilleros que caracterizaron parte del siglo XIX y del XX, conocidos como montaneras, serían impensables como medios de lucha política actualmente.  Mientras en nuestro pasado sobresalían las gestas militares para conquistar el poder, en nuestro presente se prestigian a los estadistas elegidos libremente.

Un criterio aceptable para definir quiénes deben habitar el Panteón Nacional sería el de apoyo el ideal duartiano de la nacionalidad.  En la medida en que seguimos considerando a la soberanía y la independencia como valores cumbres de la nación, resulta razonable diferenciar entre los que arriesgaron sus vidas en su favor y los que se inclinaron por buscar protectorados o anexiones. Más allá de las batallas independentistas contra Haití –las cuales duraron 12 años– tendríamos hoy que exaltar a aquellos que, desde el gobierno o desde cualquier posición cívica de importancia, prefirieron la libertad y las elecciones para elegir gobiernos democráticos sobre aquellos que las despreciaron. 

Tales juicios, sin embargo, están marchitados por los marcos referenciales de sus respectivas épocas.  El reciente caso de la internación en el Panteón Nacional de los restos de los coroneles Caamaño Deño y  Fernandez Dominguez ilustra la necesidad de definir rigurosos criterios de proceridad.  ¿Quiere decir que los dominicanos que combatieron en el otro bando de la guerra civil no merecen ser exaltados? ¿No merecen ser exaltados los dominicanos que, en los albores republicanos, preferían la anexión por no creer en nuestra capacidad de sobrevivir solos?  Al final de cuentas, y desde una panorámica más neutral, el criterio prevaleciente parece ser aquel del vencedor.  Y eso, al estar viciado por la polilla de la injusticia, resulta muy controversial.

Nuestros historiadores han focalizado su atención en la narrativa de los hechos históricos.  Conde ha hecho lo mismo excepto que con el expreso propósito de no insertar en su narrativa sus propios puntos de vista.  En tal sentido, su monumental obra podrá hacerle un excelente servicio a la nación porque de ella podrá extraerse una más certera y acabada visión de los personajes que poblaron nuestra historia.  Lo que no podemos es dejar que la proceridad continúe en un limbo cerril de inoperancia.  Debemos definirla mejor para que la inclusión de nuestros muertos ilustres en el Panteón Nacional pueda merecer el respeto y veneración de todos, aunque para los controversiales reservemos el Museo del Hombre –¿y la Mujer?– Dominicano.

Procede, en consecuencia, la designación de una Comisión Nacional de la Proceridad para establecer sus parámetros.  La Academia Dominicana de la Historia y la Comisión de Efemérides Patrias, inspiradas y fortalecidas por la magna canción ¨Paginas Gloriosas¨ de Cuco Valoy, podrían ser asesores útiles de esta nueva comisión.  Tal vez hasta la eminencia de Leonardo Conde, el único dominicano con dos doctorados estadounidenses y tres licenciaturas, pueda reconocerse nombrándolo en su presidencia.  Nuestros próceres han sido muy importantes para dejarlos pulular en una barahúnda de indiferencia histórica sin que definamos entre ellos diferencias.