Dedicado a nuestros atletas en Londres.

Recuerdo que en mi infancia un grupo de amiguitos del barrio, sin acceso a instalaciones deportivas, recurrimos a nuestro ingenio y aprovechando el patio trasero de una de nuestras casas colocamos un aro de bicicleta en un árbol que hacía las veces de canasto para jugar baloncesto bautizando aquel espacio como “la cancha de polvo”.

Cuando estaba de moda la lucha libre nos ingeniamos un ring  construido con cuatro estacas de madera y cercado con bejucos donde imitábamos todas las hazañas realizadas por los luchadores de nuestra preferencia.

Para jugar béisbol construimos un play sin luces ni vallas, tres bases definidas con cal o ceniza, unos guantes de cartón, una pelota maciza o en su defecto el casco de alguna muñeca.

Estas experiencias me llevan a identificarme plenamente con nuestros atletas y admirarles cuando compiten, en diferentes disciplinas, en certámenes nacionales como internacionales. Cuando triunfan. Cuando se disputan  con otros países, que poseen estructuras y hasta universidades deportivas, posiciones importantes en el medallero, logrando el reconocimiento del público como recompensa a su valor.

Y es que la mayoría de nuestros atletas no provienen de sectores exclusivos ni han tenido padres con la capacidad económica de enviarlos a entrenar fuera del país. La mayoría proviene de barrios donde cada día se mastica la dura realidad de soñar lo inalcanzable.

Son arquitectos de esperanzas y forjadores de sueños. Impulsados por una fuerza pasional que les lleva a arriesgar su honor en cada competencia tras la conquista de una meta que eternice su nombre al lograr romper alguna marca o ganar otra medalla. En muchos de los casos enfrentan a enemigos formidables con posibilidades de entrenar en condiciones mejores que ellos.

Las experiencias de infancia les han agregado corazón de guerrero con la armadura necesaria para saber ganar un oro habiendo entrenado en una cancha de polvo; obtener un título de boxeo practicando con sacos de arena. Pueden ganar una lucha olímpica en un ring de bejucos y un colchón viejo y no habiendo recibido los recursos del estado con el tiempo necesario y llegar a grandes ligas con la experiencia de una bitilla.

Han sabido transformar la triste realidad de su experiencia en sonrisas que hoy ofrecen a todo un pueblo que les anima desde las gradas del aliento, desde un televisor que, como espectador, a veces quisiera entrar cuando siente la injusticia de un árbitro que no tiene la mas remota idea del esfuerzo sobrehumano de ese atleta para llegar a ese nivel. Son vitoreados por un pueblo que celebra cuando les ve ganar y dedicar su triunfo a la patria y a la familia.

Han vertido su legado en las siguientes generaciones que ensalzarán su obra y venerarán su figura buscando imitar el corazón de unos jóvenes que se asomaron al abismo insondable de las precariedades para hacer soñar a un pueblo, a una patria, aunque muchos de ellos sigan viviendo después en la misma miseria donde acrisolaron sus sueños.

Por cierto, considero que el incentivo económico que se ha ofrecido a quienes obtengan medallas debería otorgárseles por el sólo hecho de haber clasificado a unos juegos olímpicos.