“Cambia lo superficial

cambia también lo profundo

cambia el modo de pensar

cambia todo en este mundo.”

Julio Numhauser

“Hablamos de crisis estructural cuando lo que está en juego son los principios en que se basa un determinado sistema socioeconómico y político” escribió esta misma semana en un periódico electrónico Manuel Antonio Garretón, un imperdible de la Ciencia Política.

Esa definición es suficientemente exhaustiva como para ser aplicada a cualquier sistema político. Por eso es tan buena.  La definición nos permite también adelantar algunas ideas acerca de dos asuntos que no se corresponden con principios democráticos aunque forman parte de un debate que se desea coyuntural pero que irremediablemente conduce a reconocer una crisis estructural, como la define Garretón.

En primer lugar, la defensa del ‘centralismo democrático’ es una prueba magnífica de que las cosas no andan bien. No oculto la sorpresa que provoca vivir en siglo XXI y seguir encontrando tales argumentos para defender posiciones. Pero todavía peor, asumir el ‘centralismo democrático’ formulado por Lenin (sí, por Lenin) no cuadra. Esta modalidad organizativa -que se justificaba en la necesidad de un partido capaz de actuar en condiciones de clandestinidad, enfrentado a un Estado represivo y centralizado al que se quería destruir (el Estado burgués)- no tiene mucho que ver con la situación actual, digo yo. Incluso, y es peor todavía, quienes han devenido en defensores del método parecen desconocer que la formulación leninista a pesar de haber sido hecha en las peores condiciones nunca avaló que el ‘centralismo democrático” pudiera servir para obligar a la militancia del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso a obedecer como corderos un acuerdo tomado en las más altas esferas del partido por 22 votos a favor y una abstención.

Cito a Lenin, desde la más célebre de sus biografías, la de Gerard Walter: “Hay que exigir que todos los miembros del partido adopten una actitud perfectamente consciente y crítica frente a esas decisiones. Hay que obtener que todas las organizaciones obreras, con pleno conocimiento de causa, se pronuncien sobre ellas, para aprobarlas o para desaprobarlas. Esa discusión debe llevarse a cabo en la prensa, en las reuniones públicas, en asambleas privadas de militantes, si queremos aplicar efectivamente los principios del centralismo democrático en el interior de nuestro partido."

Como se ve, el padre del ‘centralismo democrático’ estaba muy lejos de los que hoy levantan su creación para justificar las pasadas de rolo y en todo esto habrá que convenir que hay más. Antes de que se contaminara el ‘centralismo democrático’ con el trujillismo, ya tuvo críticas por su desnaturalización: “La teoría y la práctica de Lenin no tienen nada en común con el cretinismo disciplinario implantado por el aparato stalinista en el Partido Comunista” (Trotsky). Los nuevos defensores de lo indefendible ya no recurren a las fuentes, van a Wikipedia para afirmar orondos que cuando la dirección decide, esas decisiones son ‘vinculantes’ para la militancia. Vinculantes supongo que podrá ser utilizado como sinónimo de “cretinismo disciplinario”.

Tratar de analizar el problema desde sus fuentes, me provoca una nostalgia deliciosa, lúdica, pues establecer la diferencia entre lo afirmado, y las condiciones en que el padre del ‘centralismo democrático’ hizo esas afirmaciones y lo que quieren hacernos creer los nuevos fariseos (término también favorito de Lenin) es una obligación que de no cumplirla “podríamos caer en la tentación, por ejemplo, de culpar a Alfred Nobel por los muertos provocados por la dinamita.”

Entonces todo indica, o parece indicar, que el ‘centralismo democrático aplatanado’ entró en un camino definitivo hacia el olvido, 113 años después de su formulación original motivada especialmente por la crítica de Lenin al ‘espontaneísmo’. Es perfectamente posible suponer que de haber existido por aquella época las encuestas, también las habría acabado. O alguien se imagina a Lenin esperando el resultado de la Penn, Schoen & Berland para pegar el grito: “¡Todo el poder a los soviets!”.

“Trujillo era buen político, porque se mantuvo en el poder” es otro de los ‘principios’ orientadores -y muy orientadores- de la práctica política. El significado de esa frase debe espantar las conciencias democráticas.  Trujillo fue tremendo dictador, nunca buen político. Un buen político no mata, ni tortura, no desaparece, ni exilia a sus opositores. La evaluación de un político no se hace sólo porque consiga sus fines, es muy importante identificar cuáles son esos fines y cómo aspira a conseguirlos.

Ese aparentemente inofensivo culto a la ‘eficacia política’, pretende ocultar el criterio de que los medios que se utilicen no importan, de que lo que importa es el fin. El sistema político que resulta de esas prácticas es absolutamente “coherente” (por utilizar un “twitt” de moda) con los medios. Nada mejor para ser efectivo en la destrucción de la democracia que utilizar hasta el infinito en forma eficaz y eficiente modos nada democráticos.

Pudiera ser motivo de alguna investigación o debate académico cuánto y cómo la repetición de este principio ha impedido el surgimiento de alternativas más democráticas. Los fariseos, los mismos de Lenin, descartan esa posibilidad con la sentencia que parece ser el décimo primer mandamiento: “No es el momento”.

A medida que se evidencian las definiciones y que la crisis coyuntural se va transformando en estructural no quedará más alternativa que aprender que a la gente decente no hay que envidiarla, hay que imitarla.