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El pasado 11 de marzo el presidente Joe Biden firmó el tercer plan de estímulo económico de respuesta a la pandemia de COVID-19 en Estados Unidos. Lo hizo el mismo día en que el año anterior había iniciado el confinamiento en el país y antes de que expiraran los beneficios de desempleo para más de 10 millones de personas. 

El plan de US$1.9 billones (trillones en inglés) lleva tranquilidad a muchas familias trabajadoras y de clase media, así como a sectores productivos que esperan su impacto positivo en el proceso de recuperación económica.

Su aprobación se logró en un tiempo breve y con un Senado con la mínima mayoría demócrata, convirtiéndose en una victoria para el presidente en los primeros cien días de su mandato. Fue el tercer estímulo en un año, lo que elevó la ayuda fiscal por la pandemia a US$5 billones (2.2 en marzo 2020, 0.9 en diciembre 2020 y 1.9 en marzo 2021). 

El confinamiento y el distanciamiento social por el COVID-19 han afectado las actividades productivas y comerciales, sumergiendo al país en la mayor crisis económica desde la Segunda Guerra Mundial. El Producto Interno Bruto (PIB) se contrajo 3.5% en el 2020 y los desempleados llegaron a 40 millones en el momento más agudo de la crisis. 

Situaciones similares sucedieron a escala global, teniendo que aplicarse políticas fiscales y monetarias expansivas para contrarrestar las quiebras empresariales, amainar las consecuencias familiares y evitar una gran depresión mundial. 

El plan de estímulo de marzo 2021 es ligeramente inferior al de marzo 2020, pero ambos son de dimensiones gigantescas, superando cada uno el PIB de Brasil, España o México. 

Fue concebido con cierto sentido de equidad, al enfatizar la ayuda a los hogares de menores ingresos y a los millones que permanecen desempleados, pero su focalización es muy amplia y general. 

Es un plan muy ambicioso que aspira a reducir la pobreza infantil a la mitad, aunque muchos de sus beneficios son a corto plazo. Provee alimentos y asistencia nutricional a hogares pobres y prolonga la ayuda de desempleo de US$300 semanales hasta el 6 de septiembre del año en curso. También entrega un tercer cheque de US$1,400 para quienes ganan hasta US$75,000 anuales y para parejas que ingresan hasta US$150,000; más del 80% de los hogares del país.

Incluye US$170.000 millones para la reapertura escolar con equipos de protección y mejora de ventilación, US$25.000 millones para restaurantes y US$350.000 millones para gobiernos estatales con problemas de liquidez por causa de la pandemia. 

Aumenta los subsidios para seguros de salud y destina cerca de US$60.000 millones al desarrollo y la distribución de vacunas, así como US$49.000 millones a pruebas y rastreo. 

Amplía desde US$2,000 hasta US$3,600 el crédito tributario durante un año por hijos menores de 6 años y hasta $3,000 por entre 6 y 17 años. 

Es el primero de dos planes de estímulos con los que el partido demócrata pretende mejorar la situación de los hogares de bajos ingresos y fortalecer las capacidades para garantizar un desarrollo sostenible e inclusivo.

Llega en un momento de optimismo provocado por datos que muestran que el país se encuentra en un proceso de recuperación económica. En febrero se crearon cerca de 380,000 empleos, un 90% por encima del estimado de 200,000. Asimismo, los ingresos personales han mejorado en más de un 10% desde finales del año pasado y se espera un crecimiento similar del PIB para el primer trimestre de 2021. 

Esa percepción positiva se refuerza con el desarrollo acelerado de vacunas y la agilidad de su aplicación, con más de 2 millones de unidades promedio por día, así como con la mejora de los tratamientos y la disminución de la letalidad. Igualmente, el presidente Biden anunció que a finales de mayo se tendrán vacunas disponibles para toda la población del país.

Diferente a los dos primeros estímulos, este último ha generado un debate acalorado entre defensores y opositores, teniéndose un gran consenso sobre su necesidad y oportunidad, y discrepancias sobre el tamaño más conveniente del mismo. 

Durante el proceso de aprobación algunos senadores republicanos propusieron un plan de US$618,000 millones, pero los demócratas insistieron en US$1.9 billones, teniendo como referencia la experiencia del 2008, cuando por el control republicano del Senado solo se aprobaron US$800,000 millones en lugar de los US$1.8 billones que propuso el equipo del presidente Obama. 

Posteriormente se evidenció la insuficiencia del monto para la recuperación esperada, por lo que el gobierno prefiere pecar por exceso que por defecto, buscando evitar una recaída luego de haber despegado vuelo. Además, para los gobernantes de turno a menudo resulta políticamente atractivo aumentar el gasto público y el consumo, enviando sus consecuencias hacia el futuro y otras gestiones.

El mayor temor de la administración actual no es la alta inflación sino la pobre recuperación. Un impulso poco potente podría no sacar la economía de la trampa de bajo interés y baja inflación, similar a la que ha afectado a Japón y algunos países europeos en las últimas décadas. Pero un golpe excesivo podría generar una espiral inflacionaria con peligrosas consecuencias para el país y parte del mundo.

La crisis 2007-2009 dejó también otras lecciones aprendidas. Una de ellas sobre quiénes deben ser los principales beneficiarios de los apoyos fiscales, por lo que en esta ocasión se prefirió rescatar a la gente y no a los bancos; aunque buena parte de las transferencias recibidas terminará finalmente en instituciones financieras mediante el pago de préstamos, tarjetas de crédito e hipotecas inmobiliarias. 

Otra lección es que la reducción excesiva del déficit fiscal en los años posteriores a la crisis condujo a una recuperación lenta, lo que posiblemente incida para que en esta ocasión los grifos fiscales permanezcan abiertos por más tiempo, especialmente cuando el Fondo Monetario Internacional (FMI) ha variado su posición sobre la proporción de deuda pública con relación al PIB de los países. 

Cuando son altas las tasas de interés, se recomienda prudencia con el gasto fiscal, ya que se pueden afectar los recursos futuros para inversión social y obras públicas, pero con tasas cercanas a cero esas posiciones se flexibilizan tolerando mayores deudas.  

Con relación a la Reserva Federal (Fed) y otros bancos centrales hay que destacar una tendencia que se ha reforzado en esta crisis, que consiste en incluir entre sus principales variables, además de las macroeconómicas tradicionales, como cantidad de dinero, inflación y tasa de cambio y de interés, otras de mayor contenido social y proximidad a la gente, como son el nivel de empleo, la pobreza y la desigualdad. Inclusive, la Fed ha reiterado su voluntad de mantener tasas bajas hasta alcanzar el pleno empleo, por lo que se entiende que, al menos en esta coyuntura, se está priorizando el aumento de puestos de trabajo por encima de la estabilidad de precios y a los sectores productivos por encima de los financieros. 

Otra tendencia de la Fed es la expansión de su función de financiador de última instancia de instituciones bancarias, para incluir también a la bolsa de valores y a otros sectores financiero. 

Una situación que volvió a presentarse es la desconexión entre Main Street y Wall Street, entre la llamada “economía real” y el mercado de valores, la cual se manifestó de nuevo cuando en medio del crack económico la bolsa alcanzó nuevos máximos históricos y, como era de esperar, los grandes rendimientos se concentraron en pocas manos, ya que el 50% más bajo en la escala de ingresos posee menos del 1% de los activos de renta variable, mientras el 10% más rico controla cerca del 88% y el 1% el 52%.

En el siguiente artículo nos centraremos en el potencial inflacionario del tercer plan de estímulo.