El segundo hecho se refiere a una nueva realidad en el modelo de producción del arte contemporáneo. Se conceptualiza como el cambio de un modelo de producción a otro, e incluso como un cambio de paradigma: del paradigma individual al paradigma colaborativo. El arte ya no es entendido como creación individual del artista, como obra personal que lleva la impronta de su autor, sino como resultado de una acción colectiva, de un “trabajo en equipo”. Este “trabajo en equipo” comprende a un cuerpo “interdisciplinario” de especialistas: artistas, asistentes, ayudantes, galeristas, curadores, críticos, diseñadores, relacionistas públicos, revistas especializadas… El objetivo de ese equipo es claro e invariable: conquistar y seducir al acaudalado coleccionista de arte. El artista ya no es el auteur de la obra de arte, que ahora viene a ser resultado de la intervención de múltiples personas, de agentes sociales.
Sin embargo, bien considerada, la expresión “paradigma colaborativo”, “interdisciplinario”, es un puro eufemismo que, en realidad, oculta una actividad puramente empresarial, comercial y especulativa en sentido material. Vendría mejor llamarle “paradigma empresarial”.
Pongo por caso al artista visual alemán Gerhard Richter, celebrado por Buchloch. En una entrevista al diario El País del año 2016, Buchloch declara asombrado: “Podías comprarte un richter por 5,000 dólares en 1975, por 10,000 dólares en 1985 y por 100,000 en 1995. Y entonces, de pronto se dio esa enorme revalorización [la venta en 2015 de uno de sus cuadros por 39 millones lo convirtió en el artista europeo vivo más cotizado]. Él mismo está horrorizado. Es ridículo”.
En este nuevo contexto, ni el crítico ni el intelectual desempeñan ya un papel preponderante en la sociedad y la cultura. No significan nada. Son meros “opinantes”. El intelectual es reemplazado por el “opinador” y el crítico por el agente intermediario, cuando no por el curador, que también reemplaza al artista. Sigue escribiendo y publicando en los medios de prensa y las redes sociales; sigue opinando, emitiendo su doxa crítica en los suplementos culturales. Pero ya a nadie le importa lo que escribe y publica, nadie le escucha ni le sigue. La gente ya no necesita del crítico como experto, especialista, estudioso capaz de discriminar el valor de la obra de arte. El crítico es un producto prescindible, desechable, reemplazable, como cualquier otro artículo o bien en la sociedad de consumo. Buchloch opina: “La crítica ha perdido totalmente su función. Los historiadores al menos enseñan, contribuyen a la construcción de la memoria histórica de los estudiantes. Un crítico, en cambio, está envuelto en el mercado, pero sin influencia sobre él. Puedo escribir 10 artículos contra Jeff Koons y aun así sería el artista mejor vendido”.
Solo que el crítico de arte no logra darse cuenta de su verdadera situación, de su nuevo estatus, y no lo percibe porque vive en el autoengaño. Se cree importante, necesario, útil a la sociedad. Sabe que cumple una misión, una tarea, una función social. Sabe también que tiene un compromiso con la cultura y que su acto crítico –valorativo y reflexivo- es un acto de cultura comprometido. Lo mismo que el curador, se cree un decididor del valor artístico de la obra; se cree un personaje libre e independiente, influyente, pero es el mercado el que maneja los hilos de la escena. El crítico es solo una pieza más agregada a un engranaje mayor que él, un elemento de un circuito que él ni decide ni controla: agentes, curadores, galeristas, mercaderes, relacionistas públicos, coleccionistas…
La única posibilidad real que tiene la crítica de arte de liberarse de la dictadura del mercado es esta: resistir, desafiar, ir a contracorriente. Proclamar su libertad e independencia respecto de las reglas del mercado, denunciar la mediocridad y la banalidad del falso arte, reafirmar su compromiso con la cultura y la sociedad, volver a asumir el arte como objeto, recuperar el objeto-signo perdido, restaurar la función referencial del lenguaje. El crítico de arte, por su parte, debe volver a ser el amigo íntimo del arte.
Es preciso restablecer el vínculo estrecho entre estética y política. No es cierto que el mundo se haya estetizado, como afirma Guilles Lipovetsky. El mundo más bien se ha mercantilizado. De ahí la queja amarga de Zygmunt Bauman: la educación, el arte y la cultura son tratados como puras mercancías en esta modernidad líquida. La crisis de la crítica coincide fatalmente con la dictadura del mercado. Esta dictadura decreta la muerte de la crítica como acto de intuición y comprensión integral de la obra de arte. Resistir, rebelarse, oponerse a la dictadura del mercado no es solo una decisión ética y estética: es también una decisión política.
Al final, el arte se resiste a ser nada más que producto mercadeable, mercancía coleccionable. El arte no está solo en los museos y las galerías de arte, ni tampoco en las colecciones privadas. El arte está en todas partes. El arte está en la calle. El arte está en la vida. El arte está en los centros y en los bordes. El arte es un acto de rebeldía creadora. El arte es rebelión. El arte es revelación. El arte es visión, sueño y utopía. El arte es un dolor inmenso. El arte es un goce infinito. El arte es vocación y destino. El arte es completamente inútil. El arte es absolutamente esencial. Y como decía Camus: el arte es necesario, no porque esté por encima de todo, sino porque no se separa de nadie.