“Solamente cuando el agua de las lágrimas del corazón humano se evapora hasta el cielo de la fantasía, da origen a la formación nebulosa del ser divino”- Ludwig Feuerbach

Desde sus primeros pasos por el mundo, el hombre sintió la necesidad de protección contra las fenómenos naturales impredecibles sobre los que no tenía ningún control, al mismo tiempo que los glorificaba en las hornacinas de sus primeros templos rudimentarios. La angustia e impotencia ante los designios de su propio destino se hicieron presentes y no tuvo más remedio, en aquellos remotos estados de su ignorancia primigenia, que aferrarse a la seguridad imaginaria de una conciencia superior. Sus instintos la reclamaban con fuerza y perseverancia, en medio de las dificultades extremas y recurrentes.

Buscaba un punto de apoyo y esperanza que él mismo no podía explicar, abrumado por enfermedades, desesperanzas y  privaciones recrudecidas. Sus dudas frente a la muerte y su resistencia natural a dejar de ser, exigían la existencia de un ser sobrenatural como refugio, salvador y redentor supremo. Una especie de brújula que señale el norte magnético del bien y las normas universales de la dignidad moral que defendió Kant desde las gradas de su fe razonada. Es así como Dios cristaliza la apuesta de los creyentes a la conquista del más exuberante bienestar moral y material. La dimensión sideral alcanzable con todos sus beneficios alucinantes.

La identificación del hombre con las enorme diversidad de religiones existentes reside en la insatisfacción con sus posibilidades reales. Toda su angustia y desasosiegos, la falta de control de situaciones concretas y sus múltiples precariedades existenciales terminan arrastrándolo de manera inevitable a salidas no racionales. Obedece ciegamente a su psiquismo natural de proyectar fuera de sí sus estados de conciencia,  irremediablemente atrapados en perplejidades, impotencias y temores.

Recordemos a Sigmund Freud, padre del psicoanálisis y una de las más notables figuras intelectuales del siglo XX. Este notable científico explicó magistralmente la capacidad del hombre de sublimar sus inclinaciones inconscientes, proyectarlas hacia un mundo imaginativo y satisfacer simbólicamente aquellos deseos que la razón no le permite aceptar. De aquí la inevitable creación de fuerzas imaginarias regidas por leyes muy particulares.

Pero ello está en relación inversa con el avance de la ciencia y sus impresionantes descubrimientos. Es el conocimiento el único capaz de poner de cabeza las creencias religiosas. Es inevitable que la visión racional del mundo se imponga finalmente con fuerza avasallante. En efecto, las ilusiones, por más fuertes que sean, terminan siendo dominadas por la inteligencia, los contundentes hallazgos científicos y los hechos discernidos por la brillantez humana.

¿Quién pone atención al hecho de que cientos de miles de niños y jóvenes dominicanos y de otras partes del mundo permanecen atrapados en las garras de una falsa educación basada en las ilusiones religiosas, en el amaestramiento y las manipulaciones de su subjetividad en pleno desarrollo? Ninguna nación debería demandar ciudadanos irracionales o permitir que se los fabriquen.

Debemos salir de la infancia y la pubertad que representan las religiones en el largo recorrido de la historia humana. Es preciso que avancemos hacia la adultez del pensamiento en la que el hombre crece dominando la realidad, enfrentándola y venciéndola con ayuda de la razón y sus propios medios. El primitivismo, las insensateces y los espejismos propios de las creencias religiosas frenan el desarrollo. No es de parecer extraño que los países más pobres sean los más religiosos.

La educación para la realidad que proponía el gran Freud, se impone para que no sigan sucediendo actos bochornosos, vergonzosos y peligrosos como el protagonizado por el “profeta” Mildomio Adames. ¿Por qué en pleno siglo XXI este humilde iletrado tiene la capacidad de arrastrar con las revelaciones de su cándida ignorancia a miles de dominicanos?

Los errores que comete el hombre por la senda de la razón, son enmendables; los errores cometidos por el fanatismo religioso y la ceguera hipnótica inducida por las creencias religiosas no son corregibles. Es tiempo precioso que se pierde en una contemplación sin retorno de la nebulosa del ser divino del que hablaba Ludwig Feuerbach (discípulo de Georg W. Friedrich Hegel), uno de los más brillantes filósofos alemanes. Sin embargo, como puntualizaba Freud “…a la larga nada logra resistir a la razón y a la experiencia, y la religión las contradice a ambas demasiado patentemente”.

Recordemos que para el pensamiento teológico más sobresaliente los dogmas de la fe son… ¡prueba de la limitación de las facultades cognitivas de los “hijos de Dios” ¡Acatar los postulados irracionales de las religiones es un homenaje de veneración y de amor al creador! En este sentido, quien mejor expresa la esencia profundamente irracional de la fe es precisamente un padre de la Iglesia, Tertuliano, prominente y prolífico escritor, quien acuñó la siguiente famosa frase: credo quia absurdum est –creo porque es absurdo-.

En República Dominicana necesitamos ciudadanos reflexivos, razonables y evaluativos, no tontos ensimismados en los salones eclesiales o autómatas que siguen en medio de una pandemia a un sujeto que no sabe articular una sentencia correctamente. Reflexivos, es decir, con la capacidad de analizar resultados y situaciones; razonables, esto es, ciudadanos en los que predomine la razón o el imperio del raciocinio con método; evaluativo o capaces de emitir juicios valorativos correctos y desafiantes sobre sus propias decisiones y las diversas problemáticas sociales.

Quizás resulte doloroso para muchos creyentes, pero el ciudadano que necesitamos debe estar afiliado al partido del pensamiento crítico, no a los absurdos patrocinados por las instituciones religiosas.