Hasta 1990 el concepto de “izquierda” era algo así como la posibilidad de soñar, luchar, sentirse en una comunidad, valorar palabras tan vitales como “solidaridad”, “revolución”.
Revisando ahora mis escritos anteriores a ese año, recuerdo tantos temas asumidos por convicción, compartidos por cierta ley de la gravedad del sentido común pero fuera de los programas partidarios.
A la vez que los compañeros de las izquierdas repasaban todas las experiencias –Luperón, el Moncada, el 14 de junio, Manaclas, Vietnam, Abril de 1965, los sandinistas-, también yo sugería temas como el derecho a besarse en las calles, la importancia de tener conciencia ante las corbatas y la necesidad de prohibir el rebote de las puertas de Teatro Nacional a todos los que queríamos disfrutar de ese espacio en jeans. Sé que mis temas parecían folklóricos, “boutades” seguramente, pero en realidad había una convicción producto de la concepción foucaultiana del poder: el poder corporiza, conforma conductas, perfiles. ¿Cómo pasarse el tiempo luchando por controlar el ministerio de las Fuerzas Armadas y todo el país y no tratar de avanzar un mínimo en la vida cotidiana? Así aparecía otro tema terrible: el de la vida cotidiana. ¿Luchar por entrar como gente joven al Teatro Nacional para oír a la Sinfónica? Ni hablar. Las izquierdas nunca oyeron música clásica, salvo los casos muy únicos de Félix Servio Ducoudray y el de Emilio Cordero Michel. La izquierda abomina del Teatro Nacional y de la Sinfónica, instrumentos de la burguesía, de la oligarquía, del mismísimo imperialismo…
Apareció entonces un concepto clave: el de “maximalismo”, esa actitud que lo apuesta todo al triunfo final, sin considerar las pequeñas victorias. Pero mientras nos acercamos a ese triunfo que era como explotar una vela romana, ¿qué hacer con la vida cotidiana?
El marxismo clásico no nos brindaba en los noventa ninguna respuesta. Aparecían textos relucientes, como Georg Luckacs y su “Historia y consciencia de clase”, Ernst Bloch con “El principio esperanza”, aparte de lecturas más menudas como los “Cuadernos de la cárcel” de A. Gramsci y “Angelus Novus” de Walter Benjamin. Luego estaban los heterodoxos como Deleuze-Guattari con su concepción del capital como una gran máquina produciendo máquinas, autores menos ambiciosos como Agnes Heller con sus textos sobre la vida cotidiana y otros demasiados vitales como Paulo Freire y su “Pedagogía del oprimido”. Cito estos libros porque a veces una biblioteca era como ese tubo de oxígeno que nos permitía respirar en medio de tantos discursos de Lenin, Mao, Thorez, Fidel, el Ché, Narciso, Fafa. Y lo más curioso que junto a esos libros estaban esos amigos realmente libertarios con los que se podían ir de un concierto de Luis Días a un motel, de una fumadera en Haina a ocupar una casa sin permiso en Jarabacoa, en una espiral del cariño que se mantiene aún hoy día, demostrando que la hermandad, más allá de los cuerpos y los rollos de las ocupaciones, es posible. Sí, porque patria o muerte, nos vencieron…
Pienso en 1990 porque para mí fue un año bastante bisagra: fue cuando me instalé en Berlín. Lentamente mis amigos fueron antiguos habitantes de todos los países socialistas junto a países en lucha, africanos, asiáticos. Paradójicamente, el antiguo PSUA de la República Democrática Alemana supo regenerarse, aprender de sus errores, ser autocríticos, vincularse a las necesidades de buena parte de la población. Mientras los antiguos partidos comunistas agonizaban en países donde anteriormente eran referencias fundamentales, como España, Italia o Francia, en Alemania supo comenzar desde cero. Durante el último decenio, Die Linke, sin mucho ruido, se ha colocado entre una tercera y cuarta preferencia electoral en el país de Marx y Engels.
Aunque me gustaría, no discutiré las razones de ese éxito germano, que son muchas y complejas. Prefiero volver a la Isla y pensar el por qué creer en nuestras izquierdas es como aferrarse a las alas de Ícaro. Primero debería hacer una radiografía de lo que Jimenes Grullón llamaba nuestras “falsas izquierdas”, pero sé que la paciencia del lector –y la mía ante tantas teorías- será poca.
Como resultado del “maximalismo”, de suponer que todo se resolvería con el triunfo de “la revolución socialista”, nuestras izquierdas apostaron siempre al acto heroico. Como se concebía al Estado desde la perspectiva clásica de infraestructura y superestructura, bastaba con separar un bloque de su natural funcionamiento para que el resto se descalabrase. Y así nos pasamos los años hasta 1990, cuando la caída del Bloque Socialista se producía al mismo tiempo que Balaguer cometía su colosal fraude electoral contra el profesor Juan Bosch. Quedamos desarropados por todas partes. Las izquierdas de todos colores se enfrentaron entonces a una sociedad de amarres, de extrañas convivencias, de yuxtaposiciones, de evaporación en una palabra. Demostró lo que en esencia era: una asociación de iluminados que luchaba y se sacrificaba por el pueblo mientras no le podía ofrecer atención suficiente al vecino, a sus hijos o al tipo del colmado.
Desde 1990 la sociedad dominicana se ha visto implicada en una celeridad nunca vista en su historia. Todo mundo se camaleonizó, o casi todos. ¡Hasta Fidel Castro prefirió visitar al Dr. Balaguer en su casa de la Máximo Gómez 60 y el Dr. Balaguer le decía a Fidel Castro que él era el primer soldado de su Revolución!
Con la alternancia del PLD y el PRD en el gobierno a partir de 1996, la esquicia colectiva se estableció como la estrategia de sobrevivencia. En el PLD y el PRD había “centros” de izquierdas que sin ningún problema cohabitaron con la “derecha” “más recalcitrante”. De conceptos o temas, ni hablar, porque en el caso dominicano, “derecha” e “izquierdas” son simplemente denominaciones de parcelas políticas sólo sustentadas en declaraciones de fe, pero no de vocaciones. Es más, el mismo balaguerismo ha sido la opción política más coherente y honesta consigo mismo, a diferencia de la izquierda. El balaguerismo ha sido coherente y consecuente con su visión de la Iglesia, las Fuerzas Armadas, el tema haitiano, la conducción caciquista del Estado. Las izquierdas o los izquierdistas, cuando les ha tocado el poder desde 1996, no han sido más que una mala copia del balaguerismo.
¿Quiere decir todo esto que las izquierdas no tienen terreno fértil para su accionar? Claro que lo tienen. Claro que con nuevos principios y voluntades podrían salir de ese paupérrimo y penoso dos por ciento electoral. Pero justamente esto es lo difícil: asumir los ritmos del tiempo, sincerarse con los nuevos sujetos sociales, olvidar ese paternalismo tan enfermizo y estéril.
Lo primero que deberían hacer los izquierdistas sería hacer un taller a partir de Paulo Freire y su “Pedagogía del oprimido”, un libro que con seguridad nos podría enseñar más que “Das Kapital” y “El libro rojo” de Mao.
Luego, tendría que dejar esa obsesión por llegar al poder de las instituciones.
Al mismo tiempo, tendría que aprender el valor de las felicidades mínimas, encontrarle algún encanto a las calles, olvidarse de todos los aniversarios de la bolita del mundo, porque ya los muertos no te ayudan, ni necesitamos seguir ningún ejemplo ni sendero ni líder.
En nuestro país sobran los temas: la interrupción de los embarazos no deseados o dañinos para la madre, el reconocimiento de miles de hermanos dominicanos con origen haitiano, la no criminalización de la expresión afectiva en el espacio urbano, la educación sexual en las escuelas, la defensa de la naturaleza, del entorno urbano.
La intención de convertir un parque en Estambul ha generado todo un clamor nacional en Turquía, porque el espacio urbano es la gente que lo habita. En nuestro país, la destrucción lenta y programada de los centros históricos de nuestras ciudades, antes desarrollada por BANINTER, entre otros y ahora por la Iglesia, no mueve a ningún escozor. Particularmente pienso que a los capitaleños -o al menos a mí- nos importa más esa pérdida que a los mismo santiagueros. ¿Es que no hay izquierdas en Santiago?
A nuestros viejos izquierdistas hay que mantenerlo en sus cajones, con distancia, y a algunos con mucho respeto y cariño.
A los jóvenes-viejos izquierdistas, que tienen esa extraña característica del galloloquismo más encantador, que no se quitan una foto de Chávez de arriba y hasta se les vio elevando sus plegarias al Señor, mejor deberían hacer una pausa de un fin de semana, conseguirse alguna novia o novio, oír al Pink Floyd de antes de 1982 y luego ver si es posible recuperar fuerzas, y apurarse para no perder la guagua de regreso, a menos que vayan en sus yipeticas.
Y a mí, qué me digo: sí, que acabe lo más rápido este artículo, porque dentro de poco los ciclistas en Berlín exigiremos nuestros derechos de más carriles en las aceras para nuestros aparatos…
Salud a todas y a todos…