Recientemente descubrí la página de Google News que monitorea la incidencia mundial del Covid-19. Esta página incluye un mapa interactivo y estadísticas actualizadas en tiempo real segmentadas por país, curvas de incidencia y otras informaciones interesantes. La recomiendo.
De acuerdo con dicha página, el miércoles 6 de mayo de 2020 la República de Haití registraba la incidencia de 100 casos confirmados de Covid-19 en su sistema de salud pública, con 11 defunciones reportadas. En la misma fecha, en República Dominicana se reportaban 8,480 casos confirmados y 354 defunciones por Covid-19. La disparidad de estas estadísticas es un caso casi inédito en lo que respecta a la contabilidad de las muchas causas de sufrimiento que compartimos los dos países que ocupamos esta isla. Casi sin excepción la regla es inversa. El gradiente de salud, de calidad del medio ambiente, de educación, de nutrición, de trabajo, de paz social, básicamente de todo lo esencial para la vida, normalmente inclina la presión migratoria en la Hispaniola en el sentido inverso al “trayecto del sol”. Hoy ese no es el caso.
Mi intención con esta breve reflexión no es especular sobre las ahora felices circunstancias por las que lo afirmado anteriormente es como es. Sobre eso, me limito a expresar mi gratitud a Dios y al universo, como agradezco que esta terrible enfermedad respete a los niños.
Ahora bien, como ciudadano y padre de un niño de escasos siente años, no puedo evitar pensar (haciendo inmediata expiación de ese pensamiento), en qué pasaría si la situación fuera inversa. ¿Qué pasaría si la epidemia en esta isla tuviera su epicentro en Haití? ¿Qué pasaría si un patógeno semejante en virulencia y más potente en su letalidad llega a enquistarse en el territorio de nuestro vecino, la nación más pobre del hemisferio occidental? Seamos metódicamente egoístas, ¿Qué nos pasaría a nosotros, los dominicanos?
La respuesta a estas preguntas ensombrece el corazón, ahora, que estamos sintiendo en carne propia lo que en otro tiempo parecería un augurio de dementes y fanáticos. La buena noticia es que no es así. Que por su naturaleza y por el esfuerzo concertado que está haciendo la humanidad, ahora unida, las perspectivas de superar esta crisis, no sin dolor y perdida, son con cada día que pasa más prometedoras. Prometedoras terapias en ensayo clínico, vacunas en proceso, mejores prácticas compartidas, solidaridad humana en acción. Todo esto augura que estamos en los albores, como diría Sir Winston Churchill, de “nuestra mejor hora”.
Aprovechemos este momento para reflexionar sobre el futuro de esta isla y las amenazas que encierra. Estamos a tiempo. Superada esta crisis no habrá mejor momento para cosechar el fruto de la solidaridad de las demás naciones y liderar el proceso difícil, largo, pero ineludible, de propiciar la elevación de los índices de desarrollo humano de Haití, para que la presión no se cierna sobre nosotros.
Nosotros, los que más tenemos que perder y que ganar después de los propios haitianos, convirtámonos de forma sincera y comprometida en la diferencia. Seamos lo que falta para destrabar la crisis crónica de nuestro vecino. Seamos desde el Estado el tanque de pensamiento y colaboración, los promotores, los lobistas. Desde el sector privado los constructores, los economistas, los inversionistas. Desde los gremios seamos los médicos. Desde las fincas seamos los productores. Al fin y al cabo, conocemos la tierra. Conozcamos también a sus habitantes. Apoyémoslos decididamente a hacer viable su país, para bien de ellos, de nuestros hijos y de nosotros mismos.