A propósito de un encuentro organizado por la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), bajo el título “Similitudes de COVID-19 con otras pandemias del pasado”, se me ocurrió empezar a puntualizar algunas diferencias. Un resumen inicial presentamos en la 7ma. Entrega de El Banquete, con comentarios del Dr. Leonardo Díaz y del Dr. César Cuello, bajo la moderación del Prof. William Mejías Chalas.
El 11 de marzo de 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declara pandemia al coronavirus y le designa como nombre oficial COVID-19. En ese momento, con un registro de 118 mil personas afectadas en 114 países y 4 291 fallecimientos por su causa.
A grandes rasgos, tres (3) pueden ser las diferencias fundamentales que avirozamos con respecto a pandemias del pasado: a. COVID-19, se presenta como una amenaza global planetaria; b. COVID-19, forma parte y se expresa en el re/dimensionamiento de la paradoja del tiempo y la noción de lugar; y c. COVID-19, implica aislamiento/confinamiento preventivo.
COVID-19, se presenta como una amenaza global planetaria. A diferencia de otras pandemias, o el riesgo por hambre que azota a amplias franjas del mundo, el coronavirus emerge en forma prácticamente simultánea o concomitante en todo el planeta, con impacto tanto en países del norte como del sur.
Tal condición, eventualmente, podría considerarse como una oportunidad; de haber sido la afectación solamente en países del sur no hubiese incitado la atención mundial, de la forma y en la medida que lo ha hecho. El riesgo está en que los países del norte con mayores capacidades se empoderen y se apropien de las innovaciones científico-tecnológicas y se alargue el trecho de compartir/democratizar tratamientos y campañas masivas de vacunación. Como expresara el Dr. Díaz, se trata de una amenaza global, aunque hasta el momento se ha abordado en forma nacional. Urge, entonces, un liderazgo global de Jefes de Estado y de Gobiernos.
Con independencia de la fiabilidad de la información, el mapa mundial del Coronavirus, en la actualización del 12 de julio, registra más de 12,7 millones de personas infectadas en todo el mundo, de las cuales 7 millones se han recuperado y 5 millones permanecen afectadas, con una cifra global que rebasa más de medio millón de fallecimientos.
Estados Unidos de América continúa como el país más afectado, con 3,2 millones de personas contagiadas; seguido de Brasil, que supera los 1,8 millones y de India, con más 849 mil. Le siguen Rusia, Perú, Chile, México y Reino Unido. Por su lado, España, Irán, Sudáfrica, Pakistán e Italia andan cerca de 250 mil. Arabia Saudí y Turquía superan los 200 mil y Alemania se acerca a ese rango. Bangladesh, Francia, Colombia, Canadá y Qatar superan 100 mil personas. Panamá y República Dominicana están ya por encima de 44 mil.
Si bien los datos hay que interpretarlo según el tamaño de la población para valorar la incidencia y acompañar el análisis con otros indicadores, tales como cantidad de personas recuperadas y fallecidas, a grandes rasgos, dan cuenta de la situación de afectación mundial.
COVID-19, forma parte y se expresa en el re/dimensionamiento de la paradoja del tiempo y la noción de lugar. Hace casi dos décadas, vimos la guerra del Golfo Pérsico por televisión; hoy, le seguimos el “pulso” a COVID-19 por WhatsApp y Facebook y conversamos sobre sus implicaciones mediante Zoom y otras plataformas virtuales.
Producto, como es, de la era de la globalización interplanetaria y la interdependencia entre países, el virus se propaga a una velocidad supersónica y se traslada con la misma intensidad. Entrado el mes de febrero, se trataba de un evento que nos parecía ajeno, al otro lado del mundo, en una desconocida ciudad, allá en la lejana geografía de China. A principios de marzo, las noticias internacionales empiezan a dar cuenta de su presencia en Europa y se hacen eco de alarmantes situaciones en el norte de Italia y luego en varias partes de España. A mediados del mes de marzo, empiezan las Declaratorias de Emergencia en América Latina y el Caribe. Desde el mes de mayo, el epicentro se coloca en el continente americano y conforme avanzan los meses es cada vez mayor el nivel de afectación, tanto en cantidad de personas infectadas, como de requerimiento de tratamiento y hospitalización y número de muertes.
Esta pandemia –a diferencia de anteriores– como acotara el Dr. Cuello, entra en un mundo signado por el conocimiento científico-tecnológico (desde el pensamiento de Max Weber, se podría decir, más allá de la predominancia de enfoques mítico-religiosos). No obstante, acosada por una gran debilidad, una acumulación de factores críticos para avanzar en su tratamiento y prevención: la asimetría y baja inversión en investigación aplicada, las escasas capacidades de creación de capital intelectual y las falencias o déficits de los sistemas de atención en salud.
COVID-19, implica aislamiento/confinamiento preventivo. Desde el pasado ancestral, e incluso en el presente reciente, el aislamiento es la principal forma que la ciencia médica ha encontrado para dar tratamiento a personas afectadas por epidemias (cólera, lepra, tuberculosis, poliomielitis, influenza, gripe aviar y porcina y otras de la misma familia del coronavirus) e incluso de otras enfermedades.
La diferencia fundamental está en que, dado el alto grado de contagiosidad, la severidad de situaciones que requieren atención médica y hospitalización especializada (incluyendo unidades de cuidado intensivo) y el alta tasa de letalidad, en el caso del coronavirus la ciencia médica ha prescrito al aislamiento/confinamiento preventivo, como la mejor manera de minimizar el contagio y eludir la propagación comunitaria.
Cancelación de eventos masivos y prohibición de aglomeraciones, cierre parcial o total de aeropuertos y fronteras terrestres, restricciones a la movilidad y a la presencialidad en centros educativos y de trabajo, figuran entre las principales medidas tomadas a lo largo y ancho del planeta, desde que la OMS empezara con las primeras señales de alerta epidemiológica.
Como hemos venido insistiendo en presentaciones y escritos anteriores, el aislamiento/confinamiento preventivo pone a prueba, quizás como nunca antes en la historia reciente, la eficacia, calidad y buena orientación del Estado en la gestión y grado de preparación ante riesgos (particularmente la oportunidad de las medidas y la celeridad en su implementación efectiva y la transparencia en el manejo de información y acceso a recursos), la flexibilidad y capacidad de adaptación al teletrabajo y educación a distancia o remota por medios virtuales (que desnuda las asimetrías de acceso y la separación entre personas nativas de la tecnología e inmigrantes digitales), el diseño y alcance de la política pública y los esquemas de asignación de recursos (que exarceba las deficiencias en el establecimiento de prioridades y la falta de mecanismos efectivos de operatividad), la desmovilización de la participación ciudadana organizada y la atomización y dispersión endogámica de la deliberación pública (que reduce la la incidencia en toma de decisiones a los grupos con mayor capacidad de demanda y presión).
La afectación de la salud de una persona integrante de un núcleo familiar, con independencia de sus características y capacidades, afecta su funcionamiento. Si en el caso de COVID-19 se suma la cesación o disminución laboral, la pérdida de ingresos provenientes del trabajo, la habitabilidad compartida 24/7 y la exigencia del cuido en tanto co/rresponsabilidad individual y familiar, las dificultades tienden a duplicarse o triplicarse, e incluso a multiplicarse ad infinitum en función de la capacidad de acceso a recursos. De modo que, desde una mirada de conjunto, la vida cotidiana despunta como la esfera más afectada por COVID-19.
Diferencia esencial. En síntesis, quizás la diferencia esencial de COVID-19 con otras pandemias del pasado, es que afecta al planeta sin distinción y pone en el tapete qué tan vulnerables somos y qué tantas deficiencias acumuladas tenemos para asumir su singular exigencia de capacidad preventiva. La mascarilla (el cubre boca/tapa boca o el barbijo, como se le dice en otros países), ahora incorporada a la indumentaria (incluso de uso obligatorio, sujeto a sanción punitiva), sin querer simboliza la necesidad de desprendernos de ropaje viejo, de cara a la necesaria actuación ante un problema nuevo a resolver, sin haber resueltos los viejos; un problema que es más lo qué no se sabe, qué lo que se sabe; un problema prácticamente inesperado, que implica actuación aquí y ahora.