¿Por qué en República Dominicana quedarse en casa y tomar las máximas medidas de prevención son un imperativo, especialmente para la mayoría de nuestro pueblo que depende del sistema nacional de salud?
Además de lo que vemos en el mundo y lo desafiante de la pandemia de COVID-19, el sistema de salud dominicano fue abandonado, privatizado y convertido en mercancía. Eso agrava nuestra vulnerabilidad.
Viendo la cantidad de camas de cuidados intensivos, no llegamos a las 400 unidades. Los responsables políticos aspiran a que este mes lleguemos a 600. Esto es para 10 millones de habitantes.
Al observar la distribución territorial y el número de camas totales (rondan las 9000), su cantidad es muy baja por número de habitantes. Según el Banco Mundial, en 2012 en Costa Rica era 1,2 por cada 1000 habitantes; Cuba 5,3; Perú 1,5; Uruguay 2,5. Hoy en varias regiones de nuestro país esta cantidad es ínfima, incluyendo las más pobladas: la Región Metropolitana tiene 0.7 y la Cibao Sur, 0.9.
Con esta infraestructura sería casi imposible dar respuesta a un contagio importante. Si el sólido y funcional sistema español está desbordado, imaginémonos la situación dominicana. Agreguemos la falta de insumos y equipamiento; las difíciles condiciones laborales y salariales del personal tanto en el subsistema público como en el privado. Es decir, un Segundo y Tercer Nivel de atención francamente en crisis.
Esto se combina con la ausencia de un Primer Nivel que haga prevención, educación, organización y empoderamiento en el cuidado de la Salud Colectiva, incluyendo estrategias en alimentación, nutrición, agua potable y alcantarillado, vivienda, entre otros factores claves.
Hemos construido por décadas un sistema que no sirve para desarrollar y cuidar una población sana, sino para reaccionar ante la enfermedad y lucrar alrededor de ella. Por lo mismo, la salud que debería ser un derecho fue convertida en un privilegio y una mercancía, en una industria donde intermedian los llamados “seguros”, gracias a la ley 87-01.
Ojalá no, pero esta pandemia puede poner en evidencia lo destruido del sistema y lo perverso de este modelo, en la forma menos deseable. El pueblo se ve expuesto a este modelo de salud vertical, individualista, curativo y privatizador. Un sistema que tiene un gasto total en salud superior al 6% del PIB pero sólo el 1.4% del PIB es gasto público, que además se hace con una lógica paliativa a la población empobrecida, sin planificación estratégica y enfocado a las edificaciones. Eso explica el deterioro notorio de los servicios públicos y los indicadores de salud, mientras crece el mercado clínico, de laboratorios y farmacéutico. La mayor parte del pastel se entregó a las ARS, a los agentes privados, y a lo que aguante el bolsillo de la gente. Las ARS han consumido más de 50 mil millones de pesos en ganancias y gastos ajenos a la salud, mientras faltan elementos esenciales para atender a las personas.
En ese modelo, las desigualdades que ya existen se exacerban, al punto que la prueba de detección de COVID-19 depende de laboratorios privados y la disponibilidad de 4300 pesos, casi la mitad del salario mensual de gran parte de nuestro pueblo.
Por lo anterior, evitar el contagio es, literalmente, cuestión de vida o muerte. Asimismo, necesitamos mucha solidaridad con el personal de salud; colaborar lo más que podamos en la aplicación de las medidas de prevención; trabajar con las comunidades, más allá de lo individual y redes sociales.
Igualmente, es momento para darnos cuenta de que esto no puede seguir así. Que la salud es un derecho, y que la política pública, el sistema y el modelo que se instituyen, determinan si eso es realidad o solo palabras. Asumamos el compromiso de que debemos salir al rescate y la construcción de un auténtico sistema de salud y protección social.