En Wuhan, de acuerdo a las informaciones aceptadas por la colectividad global, aunque Zhao Lijian, portavoz del Ministerio de Relaciones Exteriores de China sirve una versión diferente, apareció la variedad de coronavirus que las autoridades mundiales de la salud bautizaron como Covid-19, que inició como un brote, llegó a epidemia y ha terminado en una pandemia que llena de pánico a gobernantes y gobernados, sin importar el rango social o el lugar que ocupen en las relaciones de producción.

Mientras la pandemia avanza cobrándose las vidas de los más vulnerables en términos de salud y edad, una mezcla de paranoia, miedo e incertidumbre, que tienen como caldo de cultivo medidas gubernamentales draconianas e informaciones de espanto envueltas en siniestralidades comprobables; falsas y apocalípticas noticias que circulan en las redes, atrapa a todos, independiente de los colores partidarios y los puntos de mira ideológicos y filosóficos, porque el virus, un mutante inteligente, no se toma el tiempo para ver esos detalles, en razón de que solo ubica receptores que van desde humanos, animales y hasta plantas.

Lo interesante de esta pandemia es que deja claro que la globalidad de la sociedad planetaria burla cualquier medida que busque el aislamiento de un país. Y un ejemplo podría ser suficiente para demostrar esta afirmación: Italia fue el primer país en prohibir los vuelos desde y hacia China y, sin embargo, le tocó abrir la puerta de Occidente para dejar entrar el virus, convirtiéndose en el territorio con más infectados y muertos después del gigante asiático.

La red global de conexiones burló las medidas de las autoridades italianas: el portador llegó a su territorio desde Hawai. Así, además de las vías aéreas, las marítimas y terrestres han demostrado que la movilidad sin precedentes, estimuladas por las luchas encaminadas a la conquista de mercados y la conexión virtual, nos convirtieron en la Aldea Global de que habló Marshall McLuhan, por ello los nuevos casos que se presentan en China no tienen su origen en Wuhan, sino en extranjeros que llegan de diferentes partes del mundo.

Además de que el virus puso en claro lo real de una comunidad planetaria “desfragmentada”, también destapó la ineficiencia de los sistemas de salud bajo gestión privada, ineficiencia que se expresa en contra de los pacientes, definidos por las empresas de intermediación en el servicio sanitario, como clientes, porque la atención médica no es vista como un producto destinado a solucionar afecciones de salud, sino como un negocio, como un instrumento dispuesto para la rentabilidad y la consecuente acumulación de capital.

Dicho de forma más clara, no son sistemas de salud propiamente y en sentido estricto, son negocios que operan al margen del compromiso del Estado, llamado a garantizar la salud de los ciudadanos, cuestión que tiene que chocar, de manera necesaria, con el libre mercado que desnaturaliza su función como ente armonizador de la sociedad en sus diferentes expresiones de clase, si se parte de principios democráticos que postulan la igualdad de oportunidades y accesos a servicios básicos e indispensables para una vida digna.

Este destape que se ha cargado el Covid-19 revuelve el debate sobre el sistema de salud estadounidense, tema recurrente y nodal en las campañas electorales, pues resulta que los 39 millones de ciudadanos de ese país que no tienen seguro de salud, y los 40 que solo poseen el básico, se encuentran con la dificultad de buscar 500 dólares para consulta y entre 2, 500 y 3 000 diarios por cama, lo que aleja a los infectados del control sanitario; un espejo que refleja la gestión privada de la salud.