Muchas veces no nos quedamos en silencio cuando se habla sobre algún tema, pues creemos que debemos saberlo todo o que si no opinamos creerán que somos unos ignorantes y en nuestro país todos sabemos de todo.

En nuestro largo vivir, tenemos infinidad de anécdotas sobre cosas que nos pasan y vemos.

Hace mucho tiempo me encontraba en una de esas tiendas de mucho lujo y que tienen finas cristalerías en exhibición. Un señor muy encopetado iba acompañado por la dependienta del lugar y él con mucha propiedad iba describiendo las copas. Como a mi me gusta mucho observar a mi alrededor y ver las reacciones de las personas, me quedé escuchando, aunque con disimulo, tan interesante charla.  A medida que iba viendo las copas él decía: “Éstas son de vino blanco, éstas de vino tinto, éstas de champán, éstas de vodka, éstas de agua”, la empleada se quedó mirándole y le dijo, “Señor, ese es un florero”. Todavía me río cuando recuerdo ese episodio.

En otra oportunidad,  conversando con una de mis grandes amigas, hablábamos sobre licores, porque tanto a ella como a mí nos gustan y de los buenos. Ella me mencionó uno y de verdad nunca lo había escuchado, ni visto, les aseguro que solo por hacerme la versada en el tema le hubiera dicho que es muy bueno y que me gusta, pero hubiera pasado la mayor vergüenza de mi vida, y le dije, bueno yo no conozco ese licor. Ella en medio de una carcajada me dijo, no’ ombe, ese es tal licor, pero así es como le llama un conocido de ambas, que creía era como se llamaba.

En otra oportunidad, hace unos cuantos años, en una de mis lecturas diarias de todos los periódicos, leí una crónica de un concierto. Nunca había escuchado tanta lisonja, tanta admiración y lo magistral de la interpretación, la gran afinación, la maestría del director. Me dio “eteriquito” leer tan interesante crítica, pues ese concierto no había pasado, era el próximo de la temporada.

Otra de las cosas que más me ha llamado la atención fue en una oportunidad en que estaba cenando en un restaurant, un señor estaba con una joven, pidió un vino, el mozo hizo todo el ceremonial que conlleva, enseñarle la botella para que viera el año de cosecha, descorcharlo y poner a oler el corcho, servir un poco en la copa para  que fuera catado, darle unas cuantas vueltas en la copa para percibir el olor y probarlo para luego ser aprobado. Lo único malo de esta historia es que cuando le sirvieron sus respectivas copas, éstas fueron tomadas con las manazas, cuando lo correcto es tomarlas por el tallo o fuste para que el líquido no se caliente, nunca por el cáliz. (Esto fue aprendido por mí en unas bodegas en Mendoza, Argentina). Pero luego de tanta maestría en ese ceremonial, haciendo alarde de tanto conocimiento, era imperdonable que no tomara la copa con toda la elegancia requerida.