A veces los tornados salen de una botella, como los genios. No tienes nada que pedir porque ya estarás devastado. Tal vez sea ese el mejor estado: bien liviano, ligero, como dispuesto a de un solo brinco salvarte de la autora que te promete el malecón de Santo Domingo.

Algo estalla. Te toca hasta lo más hondo, hasta dejarte como una mosca bombardeada. Estás con ese frío de los precipicios. En su fondo están las verdades como manos en tu cuello. Sólo tienes que tirarte. Como una mariposa. Sí: sin tener una línea precisa, una orientación, pero cayendo, dejándote tragar por la ley de la gravedad y otras cosas que aprendiste en tu liceo de primaria. Cada caída traza una línea en la nada.

Santo Domingo se está moviendo. Moca se está moviendo. Ocho barrios de Santiago y casi todos se están despegando del sitio donde todos los creíamos. Nuestros mapas están apolillado. En Estancia Nueva está Pedro Taveras, el único, como el mismísimo unicornio azul, que cualquier información, usted sabrá. En algún chaise longue de un loft al mejor estilo “Crisis, what crisis”, estará el Super, pensando si se pone la camisa de lino de algodón.

Los mellizos Araque lograron meter como quince calles de Santiago y ocho matas nadie sabe de qué de Villa González en su apartamento al lado del Central Park. Alex Guerrero hizo lo mismo con media Praga y una funda inmensa llena de mangos. Juan Dicent botó la mitad de Bonao –o al menos ese cree él- al arribar al JFK, al arribar a su Bronx tan adorado. José Madera arrancó con una tira de Los Mina que quedaba entre la Venezuela y la Iglesia Vieja y un chin de la San Vicente de Paúl. Reynaldo García Pantaleón rescató un cuarta parte de Conuco, de Tenares y otras lomas. De Francis no se sabe a ciencia cierta con lo que traficó, pero se está investigando. ¿Un salami? ¿Un queso de hojas? ¡Pero si eso se consigue por allá! La Molena sí que fue fuelte, fueltíma, se llevó todo el batey, tó la grúa, tó lo moño malo, tó el greñerío, la salsa, yo soy la salsa, ché ché colé y a la gordita de la tercera que se joda, ¡oigan la bullaaaa!, como gritaría Frank Kranwinkel, ¡oigan la bulla! Míster Norberto Pedro James Rawlings, con su Ingenio Completo todavía en caja, con calles enteras de la Habana Vieja y el Vedado, como piezas de un rompecabeza vital que pocos comprenden.

Un poquito más lejos, en el centro de lopaíse, René Rodríguez Soriano, con sus 15 grados de temperatura constanceros, con el Santo Domingo todavía respirable –el de los 80-, con una pila de amigos que mejor tener enemigos, con la teoría de Juan de que René sólo tenía oficinas para tener locales donde cambiarse para luego jugar basket.

A la izquierda, en Chicago, qué Boca, Boca Chica, qué Chica, Chicago, qué…, el mismísimo King Andújar, en búsqueda full, con un Cabarete pintado de rosado escandinavo y un Villa Duarte en explote y el descapotable con el que a veces bajaba a San Carlos desde La Zona. En un lugar que no sabe, Aurora Arias, con el Barrio de Los Maestros a cuestas, y los colmados clonados –los otros fueron resguardados hasta el día de hoy por su hermano, a quien no menciono por su nombre aunque hubiese preferido decir “nombre cambiado por la redacción”, porque no quiero quille, ay no. Aurora, que ya no andará en la cola de un motor, como la mujer del guachimán, pero que estará llevando a todas sus hijas en colas de motores alados porque los recuerdos no se pueden echar así nomás, como una corona de Burger King después que pasó el cumpleaños.

Virando hacia el otro lado, Ritica Indiana, con y sin misterios, pero con muchas yardas de Conde y noches de arrolladera y el patio del bar de Homerito en la Hostos antes de que se convirtiera en un antro del chopismo-trujillista, todo ajustado en su maleta de mano, para que quepa en el armario de arriba y apriétense sus cinturones, que la cosa se pone buena.

Y dando el brinco más grande, el míster David, nuestro Pyramide Man, nuestro hombre en El Cairo, en Delhi, en Calcuta, el de las sillas, el de los libros más hermosos que se están haciendo en la Isla, el de los panas más cálidos en aquél patio de una casa en el malecón, todo metido en su sábana aladínica, asediado a veces por los necios y los arquitectos del silencio y alguien buscando una caja de cola para Paco Ignacio que no descansa con eso y los cigarros y chinga tu madre, güey.

Por estos lados, también tenemos nuestras especies exaborígenes. Odi, Odilón, el mago de las noches de Café Atlántico, el raptado por una bailarina japonesa y colocado en Berlín como se pone un biscuí en su justo lugar, para que todos quedemos alelados. No me imagino un Berlín sin Odi, sin sus teorías de la vida loca, sin sus ochocientos intentos disc-jókikos, sin aquella noche con Junot y la autora de casi-mangas, sin sus fotos entre un cliente y otro, sin la cuerda que cojo cada vez que lo llamo y le  tengo que dejar el mismo fókin mensaje, “coño, Odi, sal de la cueva, mano…” o algo parecido. Está El Guille, el único chavonero en el exilio, con unos pelos de alambre-obra de arte, vaya Guille, que yo con ese pelo ya hubiera solicitado una residencia Davidoff en Indonesia. El Guille es otra cura, probando cantidad de sazones asiáticos, húngaros, ahora –eso creo- rumanos, oh mai gá, El Guille, ese charlatán mai gá. En París oh lalá, Nelson, Christian, que vayas y que vengas, y que no te entretengas, que me traigas el último paseo por el malecón buscando unos helados Capri, que abras finalmente esa lata porque de todos modos ya tendremos los corazones destartalados. Mucho más allá y más acá de todo, la de las manos suaves, las que subían como una luna llena por la Lincoln, su Opium 5, las empanadas venezolanas que siempre como con lágrimas, con jipidos, con unas ganas inmensas de verte bien pronto, ahora mismo, y que Samsa, sí, que se quede encaramado, que a pesar de todo cuidaremos de él.

Está Emil en sus Buenos Aires queridos, que perdí la mirada, rodando por Corrientes mientras sus pasos resuenan –como en el poema de Paz- en esa hora en que una limonada es la gloria en cualquier azotea de Santo Domingo. También está Sachi sacando el Salto de Jimenoa desde su cartera, la levedad de tantas frutas exquisitas con su alegría. 

A veces la vida cabe en la “Antología del Spoon River”.

A veces todos somos Chase Henry.

Ahora, sin embargo, ya voy por la quinta versión de “Cortez the Killer”.

Doy vueltas al globo y no sale ningún número. No hay sorpresa a estas alturas de la vida.

Islas flotantes, recortadas, miles de maletas, pañuelos, peines, espejos, flotan como los restos del último avión explotado de Swiss Air en las costas de Canadá.

Hay que volar, sin embargo. Los amigos están aquí, tan inevitables como la sangre, la respiración, como el gato buscando su cariño cuando en el fondo lo que tiene es hambre o ganas de fastidiar.

Repaso no sé cuántas versiones de “Cortez de Killer” y me quedo con la de Dave Mathews Band.

Todo flota y me encantaría tanto hacer explotar un par de vejigas de cumpleaños.