"Ya que el concepto de pecado ha dejado de ser la norma de la moral social, urge cultivar la ética como orientadora del comportamiento. Desarrollar en los niños y jóvenes la autoestima de ser honesto y de preservar el patrimonio público” (Frei Betto).
Hemos visto el comportamiento detestable de funcionarios públicos, que la prensa resalta día tras día. Y exploramos la posibilidad de declararnos impotentes, y llegamos a la conclusión de que la pudrición no tiene color ni bandera en el Estado, y ronda como un fantasma los pasillos y los rincones más ocultos de nuestras instituciones y la psiquis de nuestra gente.
Nos dicen que las entidades públicas están podridas y no resisten las metástasis del cáncer. Pero, la salud de las entidades privadas también está en cuidados intensivos. No hay santos predilectos en estos altares de la República Dominicana. La gran diferencia es que lo público es de todos, y todos tenemos derecho a pedir cuentas y que se nos dé por la vía de la transparencia. En el sector privado, hasta que la pus no sale fuera para salpicarnos, nada se sabe. La corrupción en el Estado se da con la participación activa del corruptor privado, que es quien propone, sugiere y esto ha quedado demostrado hasta la saciedad. Nada se da aislado. Las acciones en ambos sectores son parte del sistema que nos rige, cargado de una hamartiósfera (espacio de maldad) que nos cubre.
Hemos inventado todas las formas de engañar al Estado, y ya están establecidas como una cultura del fraude que se nos vende como vestido hasta en la estación del buhonero, antes de asumir una función como servidor público. Según los comentarios del común de la gente, ella se ajusta a las medidas que querramos y a los matices preferidos. Tiene las dotes de un camaleón que se adapta al medio que lo rodea para protegerse y encubrirse.
Hemos inventado el dolor y las pastillas, como también las roturas y los remiendos y parches, que nos tranquilizan, hasta el punto de hacernos creer, jurar y perjurar como tontos, que estamos haciendo la gran hazaña de la historia, pero “remiendos no son remedios; prácticamente nos restringimos a esos remiendos con la ilusión de que estamos dando una respuesta a las urgencias que significan vida o muerte” (Leonardo boff). En verdad, estamos equivocados. Queremos responder a las expectativas electorales, no a las aspiraciones de una sociedad, cansada de los shows mediáticos y los arreglos de cuartos y patios traseros como orgias de cueros y chulos. La respuesta debe ser más radical y contundente, que rebase las obras de teatro de actores y actrices mediocres, y libretos alquilados.
Nuestra sociedad no va a cambiar con reformas, aunque las embarremos con todos los colores del tablero de maquillaje. El problema no está en la pintura, no está en las cerraduras ni tampoco en los ventanales y puertas, mucho menos en los espejos. Dejémonos de engaños. Debemos echar por tierra los cimientos y las estructuras construidas, así caerá también por suelo el diseño como obra de sus constructores.
No se cura la enfermedad con calmantes, o un diagnóstico a medias para satisfacer al paciente. Me lo han dicho siempre los médicos amigos. No hay mutaciones posibles que nos alivie sin más ni más, ni creación espontánea, y no debemos depender de los efectos milagreros de algún taumaturgo que transforme la costumbre del dolor en virtud sanadora. La mayoría de las veces, las medidas de intervención para la cura duelen tanto o más que la enfermedad misma. Así terminamos aceptando que es la única salida que nos salvará y nos volverá a la vida.
La corrupción es una enfermedad social, que requiere una acción social como se ha hecho con el COVID-19. Según el escritor y teólogo brasileño Frei Betto, en su perfil del corrupto, nos refiere que “El corrupto no se considera a sí mismo como tal. Como experto, actúa movido por la ambición del dinero. No es propiamente un ladrón. Se trata más bien de un refinado chantajista, de ésos de conversación agradable, sonrisa amable, gentiles zalamerías. Anzuelo sin cebo, no pican los peces. El corrupto no se expone; extorsiona. Considera un derecho el recibir comisión; el porcentaje como pago por servicios; el desvío, una forma de apropiarse de lo que le pertenece; la caja dos, una inversión electoral. Son tontos los que hacen tráfico de influencias sin sacar provecho. El corrupto no sonríe, agrada; no cumplimenta, extiende la mano; no elogia, inciensa; no posee valores sino saldo bancario. Se corrompe de tal manera que ni se da cuenta de que es un corrupto. Se considera un negociante exitoso. Melifluo, el corrupto está lleno de dedos, se arrima a los honestos para aprovechar su sombra, trata a los subalternos con una dureza que le hace parecer el más íntegro de los seres humanos”.
Nadie es inmune. La corrupción es un virus pegadizo. Sólo la ética y la moral que se cría en el huerto familiar y se promueve en la escuela y en los ámbitos diversos de la sociedad, la frenan y la aniquilan. No lo podemos esconder, la diferencia de colores ni la vocinglería de los partidos políticos tienen poder para repeler la corrupción, ya que en nuestro país hasta que no se demuestre lo contrario “la única diferencia actual entre liberales y conservadores es que los liberales van a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho” (coronel Aureliano Buendía, en Cien años de soledad, G.G. Márquez).