“En un espíritu corrompido no cabe el honor”-Tácito.

La corrupción administrativa se asocia a un conjunto de efectos perjudiciales para la ciudadanía, la eficiencia y eficacia de la funcionalidad estatal, y el sistema democrático en general. La literatura especializada resalta la pérdida de legitimidad del Estado y deterioro de sus instituciones, mermas ocultas en la tributación, pérdida de confianza legítima en los procesos de inversión y, consecuentemente, afectación del crecimiento económico. Todo ello impacta negativamente la distribución y la redistribución del ingreso y la riqueza.

El fenómeno afecta igualmente los programas sociales de los gobiernos (productividad y volumen), propicia la exclusión y la conformación de redes de funcionarios influyentes y muy ricos que cierran al espacio público a la movilidad generacional y perpetúan la permanencia de clanes partidarios que terminan rindiendo un magnífico servicio a los grupos económicos hegemónicos. No obstante, la corrupción no deber ser argumento para descartar al Estado, más bien destaca la necesidad urgente de su transformación positiva.

El hecho de que el sistema de mercado inevitablemente excluya, golpee y empobrezca a grandes contingentes de la población, en un contexto en que la riqueza se concentra aceleradamente en unas cuantas familias, importantiza el rol del Estado como formidable alternativa para impulsar fórmulas sostenibles e inclusivas de desarrollo. Pero la consolidación de un verdadero Estado emprendedor e innovador enfrenta la corrupción como uno de los principales y más complejos obstáculos, en tanto ella deteriora, desvaloriza y desacredita el espacio de lo público en todas sus dimensiones conocidas.

La gente suele ponerse de acuerdo con todas las definiciones que se dan de corrupción, por más simples y reduccionistas que sean.  Lo más  importante para el ciudadano común (el voto masivo) es que cualesquiera que sean las recomendaciones de los enfoques prevalecientes: institucionalistas (Daniel Kaufmann), racional (Robert Klitgaard), económico (perspectiva del Banco Mundial que termina con la  propuesta neoliberal del “Estado mínimo”- Susan Rose-Ackerman), y todo un conjunto de abordajes alternativos, se traduzcan efectivamente en la aplicación rigurosa de las leyes, en irrefutables evidencias de un régimen de consecuencias efectivo y no discriminatorio, y en el incremento de oportunidades y progresos sistémicos que puedan ser justamente disfrutados por las mayorías.

Con razón, en el seno del mismo pueblo, oímos con frecuencia decir que la corrupción se siente, no se define. Este sentir muchas veces es el resultado de la generalización subjetiva de casos de corrupción relevantes a toda la funcionalidad básica del sistema (“Estado corrupto”, “servidores corruptos”). Ese sentir, como modo popular de comprensión de lo real, es más fuerte en la medida en que mayor sea la indiferencia o el “dejar hacer” de los que tienen la autoridad y la obligación moral de proponer y aplicar soluciones eficaces; de inducir, sobre todo con su ejemplo, un cambio de rumbo fuertemente impregnado de lo real y desprovisto de forma manifiesta de la irritante y gastada retórica tradicional.

Esta necesidad de retorno a la autoridad moral se hace urgente en la medida en que comprendamos que el desmérito sistemático de lo nacional y de los roles tradicionales del Estado figura de manera cada vez más ostensible entre los objetivos estratégicos de los grandes bloques transnacionales de poder.

En este contexto, lo importante, desde nuestra perspectiva, es entender cabalmente que la corrupción es el mejor aliado de esas y otras intenciones malévolas.

Por tanto, vemos el fenómeno de la corrupción como un problema fundamental y complejo de soberanía que obstaculiza la consecución de un bienestar equitativamente compartido. Dicho en otras palabras: la corrupción merma nuestra capacidad de poder decidir soberanamente sobre asuntos de Estado primordiales, a la vez que aleja las legítimas aspiraciones de las mayorías a una distribución del ingreso razonablemente equitativa.

Mientras más corruptos sean los gobiernos, mayor será su propensión al entreguismo o a la incondicionalidad servil desde todos los compartimientos funcionales del Estado.

Esta perspectiva no debe perder de vista las formas de apropiación o captura de lo público, que no resta, más bien suma más corrupción y más pobreza. No nos hagamos los ciegos ante el hecho fácilmente constatable de que las llamadas élites económicas ganan terreno estratégico “como cabezas de gobiernos, parlamentos, altas cortes de la justicia y autoridades económicas. Dicha captura corresponde al poder de grupos privados, que a través de pagos u otros medios, “persuaden” a políticos y altos funcionarios para el establecimiento, ajuste y formalización de un marco jurídico-institucional favorable a sus intereses” (Isaza Gómez, Omar: CLACSO, 2005).

Por ese camino vamos directo a la autodestrucción por la vía de la inviabilidad democrática o la preeminencia política de radicalismos absurdos, de izquierda o de derecha. La apuesta es que seamos territorios, no naciones soberanas, derecho que parece hoy reservado a las ricas democracias occidentales.