Una de las características de nuestro sistema de partidos es la fuerza del faccionalismo. A tal punto las facciones han tomado poder que pudiera decirse que los partidos de hecho constituyen federaciones de grupos corporativos, unidos por algunas características compartidas (origen, tradición, lealtades, etc.), en el común propósito de conseguir poder por parte de las fracciones o tendencias y naturalmente de sus jefes políticos.
El fenómeno no es simplemente derivable del peso del caudillismo en la política vernácula. O la fuerza del clientelismo. Hay algo más.
Pudiéramos aventurar una hipótesis y afirmar que esto es el producto de un nuevo estilo de hacer política, propio del nuevo tipo de estado que en el país se está construyendo: rentista por su fuerte capacidad de generación de recursos impositivos sin devolución social, neopatrimonialista por el manejo personal de los recursos públicos por parte de las élites que lo controlan.
Se pudiese afirmar también que esto es el producto de un nuevo tipo de sociedad que hemos incubado a la luz de la globalización: fragmentada, individualista y consumista, con una generalizada deprivación relativa, como hace tiempo anunció Runciman como uno de los males del mundo moderno, donde todos aspiran a desempeñar papeles, a controlar y disfrutar bienes suntuarios y alcanzar privilegios que no se corresponden con las posibilidades reales de movilidad social que posibilitan los recursos que se controlan (capacidades y privilegios, oportunidades y naturalmente dinero). El resultado es una suerte de entropía colectiva como categoría que ordena las relaciones sociales, cuyo mejor producto es el corporativismo, una especie de alianza para la acción colectiva personalizada.
Este no es el corporativismo del que hablaban teóricos como Schmitter, en el que se sostuvo durante casi un siglo el estado de bienestar. El corporativismo vernáculo no promueve la cohesión social, sino la fragmentación; no define espacios para acuerdos estables, estimula compromisos por definición inestables y fugaces; no se organiza en torno a instituciones, sino a realidades coyunturales e intereses inmediatos.
Con estas premisas, la política de partidos se ha corporativizado y en la casa política ahora no habita una propuesta colectiva, una ideología que defina un proyecto para alcanzar el poder y promover un cierto tipo de medidas políticas y programas. Lo que ahora opera es el manejo del aparato estatal como un vehículo simple y llano de acceso al privilegio por parte de grupos corporativos y de sus líderes.
En ese marco, el faccionalismo de los partidos termina desconectando la política de la agenda social que articula los problemas de la gente. En su lugar se imponen los problemas propios de las tendencias, los intereses de líderes y jefes faccionales, con un ropaje clientelar que les permite movilizar votos, ganar seguidores para las tendencias y legitimar como decisiones democráticas lo que no es más que el fruto del interés de las facciones y del manejo patrimonial de recursos públicos.
El faccionalismo de esta manera organizado como base de la política de partidos fortalece el clientelismo por doble vía: a) en la lucha entre clientelas al interno de los partidos genera legitmidades en la base de masas y b) en la lucha entre clientelas en el poder y clientelas en los partidos de oposición, sostiene la política electoral a nivel nacional
Esta dinámica fomenta la ingobernabilidad democrática, pues debilita la posibilidad de sostenimiento de una agenda social sobre líneas mínimas de compromisos que atiendan las cuestiones centrales que afectan a la gente. La sostenibilidad de las clientelas, sean estas propias de la base de masas al interior de los partidos, o a nivel de los electores nacionalmente movilizados, fomenta a su vez la penetración e influencia de agentes no partidarios en la vida interna de las facciones y clientelas, lo que vulnera las organizaciones políticas y las hace dependientes de actores externos, haciendo así posible que el delito transnacional termine condicionando y penetrando la política de partidos con altos riesgos para la gobernabilidad.
Es de esta forma cómo el corportivismo político no sólo se aduena de los partidos, sino que pasa a cohesionar el accionar mismo del sistema de partidos, sumiendo al sistema político en una especie de inestabilidad cotidiana como condición de sobrevivencia de sus actores. En una situación de ese tipo se hace imposible aspirar a un ejercicio del poder fundado en el estado de derecho, el respeto a la institucionalidad del estado y el reconocimiento de la acción del ciudadano como fundamento último del orden democrático.