Nacimos y nos criamos en una cultura de las armas y las posibilidades ciertas de una tercera guerra mundial, cuyo poder destructivo exterminaría a la especie humana sobre la tierra. Todos los seres humanos alojaron en su alma alguna vez algún sentimiento de temor sobre ese posible y fatal hecho que vendría un día cualquiera sin avisar a nadie. La imaginación convertida en fantasía nos podría llevar a ver -desde el pensamiento- a soldados, aviones y armas nucleares con un poder expansivo donde no habría escapatoria para nadie.

Nadie puede negar que el Coronavirus es una tercera guerra mundial, cuya fuerza bacteriológica ha acorralado a todos los países, y las propias potencias, dueñas del mundo y de la vida de los hombres y mujeres y de todos los bienes materiales e inmateriales sobre la tierra, han tenido que arrodillarse sin salida estratégica ante el poder de este arma viral inmensamente poderoso, silencioso e invisible que puede estar en tu alcoba, en tus manos, en tu ojos, en el abrazo del amigo, del pariente o en el beso de la novia que te ama. Ante este arma letal en la que los pobres y los ricos corren la misma suerte, sólo nos queda el amor como remedio.

Lo que nadie pudo pensar era que esta guerra inimaginable iba a ser enfrentada por los médicos del mundo y todos los profesionales de la salud que estudiaron para salvar vidas y no para la muerte. Los médicos que recibieron el entrenamiento del amor antes de nacer, en sus hogares y -luego- en las universidades. No aquellos hombres que fueron entrenados por los gobiernos y las potencias para matar a sus hermanos.

¡Gloria eterna a los médicos del mundo y a todos los profesionales de la salud que se juegan la vida en este momento tan especial de la historia humana contra el Coronavirus!