El presidente Fernández ha convocado para el próximo jueves, 11 de agosto, al Consejo Nacional de la Magistratura. Ese organismo tiene la facultad de designar los jueces de la Suprema Corte y del nuevo Tribunal Constitucional y conformar el Tribunal Superior Electoral, responsable este último de dirimir los conflictos que resulten de los procesos electorales. La importancia pues de esta convocatoria está fuera de toda duda y de lo que allí se apruebe marcará por años el curso de la vida política nacional y la suerte de la justicia. Si la elección de los miembros de esos tres organismos se hiciera a puertas cerradas, como parece haberse establecido en el reglamento que normará los trabajos del consejo, el país quedaría sumergido en una deprimente, viciada y decepcionante atmósfera, que teñiría de sombras el porvenir de la democracia  pulverizando el estado de derecho y llevándose de encuentro el indispensable equilibrio de poder, vital a la supervivencia de nuestras instituciones, tan débiles hoy como en cualquier otro momento de nuestra historia. La elección a puertas cerradas sería el capítulo final de la toma definitiva de todos los poderes del Estado por un grupo político, que ya domina el Congreso y todos los órganos de supervisión y control estatal. De modo que los temores prevalecientes sobre esta convocatoria están justificados y a menos que la sociedad, a través de sus entidades empresariales y civiles, los partidos de oposición, los sindicatos y demás entidades organizadas no se erijan en vigilantes de este proceso, la justicia podría quedar atada a los intereses del sectarismo político predominante. En fuentes judiciales circula la información, por ejemplo, de que un abogado muy ligado políticamente al poder sería el nuevo presidente de la Suprema y que igual suerte se le depara a la Corte Constitucional y al Tribunal Electoral.