En los conucos de Los Olivares no solo sembraban para cosechar los alimentos de las familias. También construían hermandad. Y los convites fueron la excusa. Décadas sesenta y setenta, extremo suroeste del territorio nacional. Pedernales.

En el valle del municipio, unos cuatro kilómetros al este, están los predios de los amigos que trabajaron la tierra como colectivo, a golpe de machete y azada.

Tenían parcelas de 50 tareas cada uno, muy cercanas una de otra. Solían llamarse compadres y se protegían de cualquier intruso. Eran personas sin mayor ambición que garantizar la alimentación y la educación formal de sus familias, aunque podían exhibir un título en sus vidas: ser honrados y personas de bien.

Nunca hubo conflictos mayores entre Curú, Pimpón, Marín, Fabio el Feo, Mario Guguga, Moreno Loisa, Bonito Víctor, Ángel, Cervantes, Bao, Vírgenes, Reyes, Firín, Turco y Atila, quien acaba de morir… La armonía imperaba.

¡JOI, JOI!  ¡JOI, JOI!

Primero se reunían y calendarizaban los encuentros para asegurar la presencia de todos. Así, si por alguna eventualidad alguien no podía asistir, enviaba a un hijo como representante. El convocante asumía el  “cocinao”; los demás, su fuerza de trabajo… y su garganta para cantar bajo un sol infernal.

Sembrar, aterrar, cosechar: su misión. Y lo hacían entonando cánticos tradicionales y versos improvisados sobre la realidad social y de ellos mismos.

¡Joi, joi! ¡joi, joi! ¡Joi, joi! Así coreaban el estribillo mientras, con palos en las manos, batían las matas de habichuelas antes secadas al sol  y colocadas sobre una lona. Los granos brotaban. Luego, a separarlos de las pajas. Aquellos hombres eran fuertes, sanos.

Un día, los parceleros no tenían las mismas fuerzas. Ni el mismo ánimo. El agua escaseaba, el clima se volvía cada vez más impredecible, la falta de incentivo oficial desencantaba al más esperanzado. Tener una cosecha buena ya era un azar de la vida,

Cuando los viejos ya no pudieron más, Los Olivares comenzaron a quedarse solos. Sus hijos habían crecido en una cultura minera que, por desgracia, les inoculaba falsas expectativas de vida, y la agricultura ni cosquilla les hacía. Así, desaparecieron los guineos, los plátanos, las cañas, las habichuelas, los nísperos, los aguacates, los limones, los mangos criollos, los cocos. Y aquello se convirtió en un monte que solo provocaba nostalgias.

Se ve hoy un renacer de Los Olivares, con una agricultura más tecnológica que ha hecho avanzar proyectos de mangos, por ejemplo. Pero el convite, como herramienta  de trabajo colectivo y hermandad, ha pasado –quizá definitivamente–  al mundo de los recuerdos, sin algo mejor que lo sustituya.

Pedernales anda por otros rumbos. Disperso. Conformista. Más pobre. Vulnerable a las promesas vanas y a todo tipo de vicios. Alejándose por minuto de sus valores originarios, como si éstos fueran una tacha digna de avergonzarse.